jueves, 6 de diciembre de 2012

El baldío





Entre dos casas modestas del sencillo barrio había un terreno baldío. El dueño había dado permiso a los vecinos para que lo cuidasen, y asi los niños podríamos jugar sin los peligros  propios de la calle.
Con el tiempo creció un limonero que alguien plantó, aparecieron unas hamacas improvisadas con neumáticos viejos y un arco de fútbol.
Mis padres no quisieron colaborar con la construcción de una casita de muñecas, pero con mis vecinitas la fuimos fabricando con lo que encontrábamos a mano y lo que sustraíamos de nuestras casas y nadie extrañaba.
Todos los juegos fueron inventados en ese  baldío (no me gusta llamarlo baldío porque yo nunca lo vi así, para mi era nuestro jardín a la calle).
Nuestras mascotas también eran enterradas en ese lugar, previo responso y algunas  lágrimas sentidas. A veces hacíamos un picnic bajo la rigurosa supervisión de las miradas de las mamás y otras veces solo era nuestro lugar de charlas y encuentros.
Un día salí de casa a la hora acostumbrada para reunirme con mis vecinitos y encontramos que el predio estaba cercado por unas maderas.
Tiempo después vinieron unos obreros y comenzaron a hacer un pozo. El baldío había sido vendido a un ingeniero y estaban levantando una casa.
El desconsuelo fue enorme. Los niños ya no tendríamos nuestro lugar de juegos, tampoco nos devolvieron las hamacas, la casita ni el arco. Y creo que al limonero también lo tiraron cuando vino la máquina excavadora.
En el barrio modesto hubo ahora una casa de diseño moderno con dos ventanales amplios que daban a la calle.
El matrimonio que la habitó tenia dos hijos que jamás hicieron amistad con nosotros, y el ingeniero parecía una persona  muy  ocupada, porque las únicas veces en que se lo veía era cuando entraba o sacaba el auto del garaje.
Fue lo único que pudimos saber de ellos, porque los dos ventanales que daban a la calle, como ojos cerrados por el dolor, siempre estuvieron clausurados.