jueves, 6 de diciembre de 2012

El baldío





Entre dos casas modestas del sencillo barrio había un terreno baldío. El dueño había dado permiso a los vecinos para que lo cuidasen, y asi los niños podríamos jugar sin los peligros  propios de la calle.
Con el tiempo creció un limonero que alguien plantó, aparecieron unas hamacas improvisadas con neumáticos viejos y un arco de fútbol.
Mis padres no quisieron colaborar con la construcción de una casita de muñecas, pero con mis vecinitas la fuimos fabricando con lo que encontrábamos a mano y lo que sustraíamos de nuestras casas y nadie extrañaba.
Todos los juegos fueron inventados en ese  baldío (no me gusta llamarlo baldío porque yo nunca lo vi así, para mi era nuestro jardín a la calle).
Nuestras mascotas también eran enterradas en ese lugar, previo responso y algunas  lágrimas sentidas. A veces hacíamos un picnic bajo la rigurosa supervisión de las miradas de las mamás y otras veces solo era nuestro lugar de charlas y encuentros.
Un día salí de casa a la hora acostumbrada para reunirme con mis vecinitos y encontramos que el predio estaba cercado por unas maderas.
Tiempo después vinieron unos obreros y comenzaron a hacer un pozo. El baldío había sido vendido a un ingeniero y estaban levantando una casa.
El desconsuelo fue enorme. Los niños ya no tendríamos nuestro lugar de juegos, tampoco nos devolvieron las hamacas, la casita ni el arco. Y creo que al limonero también lo tiraron cuando vino la máquina excavadora.
En el barrio modesto hubo ahora una casa de diseño moderno con dos ventanales amplios que daban a la calle.
El matrimonio que la habitó tenia dos hijos que jamás hicieron amistad con nosotros, y el ingeniero parecía una persona  muy  ocupada, porque las únicas veces en que se lo veía era cuando entraba o sacaba el auto del garaje.
Fue lo único que pudimos saber de ellos, porque los dos ventanales que daban a la calle, como ojos cerrados por el dolor, siempre estuvieron clausurados.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Estaba pensando... que lindos son los atributos con que revestimos al objeto de nuestros deseos, porque todos ellos se escapan del alma y se posan con expectación al final del arco iris.
Hay un giro intelectual en la palabra que nos  descubre otro significado en las cosas.

miércoles, 6 de junio de 2012

La puerta que abierta nunca ha sido



La puerta que abierta nunca ha sido
es la puerta que jamás abrir yo quiero.
Atrás yacen con clamor de limosnero
los lamentos de una niña que ha partido

con  la cara triste y el corazón herido
y cegada por un viento ventisquero.
Encerrada tras barrotes carceleros
donde el tiempo de su edad se ha detenido.

Esa puerta que  socava el presente
pretendiendo asfixiar a la memoria
abre un tajo entre  seres inocentes

y las angustias que planean aletargadas.
Y una inercia de taparlas tras escombros
van atenuando las heridas mal curadas.

jueves, 31 de mayo de 2012


Hoy me levanté luego de un mal sueño. En el estaba Jorge royéndome las entrañas. Solo tres meses duró nuestra relación, una relación que solo me trajo sufrimientos.
En ese sueño revivía toda la tortura mental a la que me había sometido. Menos mal que duró poco y pude zafar rápido.
Estos últimos años fueron pasando, me volví a enamorar y el curso de los sucesos transcurrió sin sobresaltos.
Solo hubo un paréntesis, un pequeño paréntesis...
Estando yo de noche, paseando por las callecitas del pueblo, Jorge se apareció de pronto desde la oscuridad. Todavía en la memoria de mi piel estaban vivos sus caricias y sus besos. Se acercó con su sonrisa cínica de hiena y un aliento que destilaba la podredumbre de su alma.
Mi orgullo propio me incitó a hablarle como si nada me importara, y él, detrás de cada frase, me tiraba una estocada de afrenta y degradación. Le gustaba herirme.
Me hice la distraída y seguí conversando como si nada.
En algún momento mi  compostura se hizo trizas y empecé a recriminarle su mal proceder.
Se rió bajito. Era evidente que eso le daba placer, un  psicópata divirtiéndose con el sufrimiento ajeno.
Mi cara empezó a mojarse de rabia e impotencia, y cegada por las lágrimas avancé a tientas unos pasos.
Todo sucedió muy rápido, sentí silencio, y al detenerme me di cuenta de que estaba hablando sola.
Al darme vuelta vi como Jorge estaba tirado en el piso, con las manos apretando su pecho y la cara desencajada. Apenas podía escuchar un murmullo apagado que me suplicaba ayuda.
Hice un ademán para agacharme y me quedé por la mitad. Moví de un lado al otro mi cabeza, lentamente, y observé  como la calle estaba desolada y sin testigos a la vista.
No dudé si lo que hacía era o no correcto, pero tuve un repentino brote de satisfacción.Luego me marché dejándolo solo.
Me fui con la seguridad de que moriría como lo que fue, una rata, pero no sin antes regalarle la más malvada de mis sonrisas.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El sumiso dependiente




Me aboco a  aceptar tu gélida postura
como quien mira el inicio de un sendero,
anhelando que mi verbo lisonjero
abrevie este sabor a sepultura.

Razono que  vivís sin atadura.
Yo a tu lado he sido un escudero
porque siempre te ayudé y fui sincero
ligando mi vida a tu cintura.

¿Cuál será el final de este camino?
Hasta ahora no lo pienso ni adivino
ni me rindo todavía, ni sentencio.

Vivo el hoy y me interesa un comino
cuando sufro prendo mi copa de vino
y entre vahos… acaricio tu silencio.

lunes, 30 de abril de 2012

Adiós




¿Dónde estás, mi corazón?
¿Dónde tus pasos se han ido?
¿Cuántos sueños has logrado,
cuántas vidas has vivido?

¿Aún se quiebra tu cintura
ante la flor del camino?
¿Y qué manos temblorosas
a esa flor la ha recibido?

Te recuerdo ( solo a veces)
cuando miro un cielo limpio,
cuando hay música en el aire
y perfumes de jacintos.

¿Qué será de ti, mi vida?
¿Por qué hoy no estás conmigo?
Y en el fondo esa nostalgia
no es más que un espejismo.

Que estés bien, dulzura mía,
se feliz, querido amigo,
estos versos acompañen
a tu andar, tu recorrido.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Duelo y partida


Quédate conmigo cuando el sueño llegue,
quédate conmigo aunque llegue el alba
y cobija al ámbar de mis ojos tristes
llenos de silencio en esta muerte blanca.

Quédate conmigo tranquilo y no llores,
pasarán despacio las sombras aladas
y no temas nunca, yo haré que se borren
llevándola a todos, cargando en mi espalda,

todos los pesares, todos los dolores,
y aquellas cosas que nunca se callan.
Despide a los deudos, las flores las sacas,
corre las cortinas, abre las ventanas

y que el aire fresco bañe tu tristeza
sacude la ropa y quema la cama.
Ya has hecho duelo suficiente, creo,
por este amor muerto, que muerto me mata.

miércoles, 14 de marzo de 2012




Si el amor se sublima en las letras
 tengo tanto, por fin, sublimado.

No ves que me muero, lo he intentado todo,
y aún así no hay modo que mate este sentir.
Asómate a mis sueños, regálame tu risa,
tu amor y tus caricias. Ayúdame a vivir.

Por ti mataría mi sed de volar,
por ti fundiría el sol en el mar;
ni el tiempo, ni luchas habrán de segar
las mil ilusiones que tengo de amar.

Me desespero un poco cuando el tiempo pasa
sin que te des cuenta y te puedo prometer
que aunque mi vida se apague
la luz de mi mirada, del todo enamorada,
te seguiría por doquier.

Por ti mataría mi sed de volar,
por ti fundiría el sol en el mar;
ni el tiempo, ni luchas habrán de segar
las mil ilusiones que tengo de amar.

No ahondes más todo este desvelo
que busca el consuelo de tu buen amor.
Soy una gaviota que por ti alborota
la mar agitada de tu corazón.




Dos veces me matas con dudas e intrigas
dos veces en mi muerte te ríes de mi.
Halcón sanguinario que sacas los ojos
y luego de hacerlo, me dejas morir.

El secreto de que seas hermosa


El secreto que guarda una rosa
es ser rosa en toda circunstancia
derramando su dulce fragancia
como dádivas reparte una diosa.

El secreto de que seas hermosa
no se da por beldad ni elegancia,
es secuencia de la temperancia
que procede de tu alma virtuosa.

Es la firme tendencia al decoro,
la oportuna palabra afectuosa,
dar el bien sin medir discreción.

Don del cielo que no compra el oro,
ni los diplomas ni prosapia fastuosa
joya que resalta sin afectación.

Al niño que no es querido le han robado la infancia.
Es manantial donde emergen aguas que nunca se sacian.
Es un corcel que galopa a donde lo lleven los vientos,
carga una llaga podrida que sangra y supura por dentro.
El niño que no es querido, el niño al que nadie ama
está muy adentro tuyo... es el dolor que no calma.

La risa de mi bebé


Cuando palpitando arrojas
tu risa loca y divina
y tus ojitos se encienden…
todo mi mundo iluminas.

Tú tienes el don virtuoso
de cancelar mi letanía,
de tornar mi ansia en calma
y de alegrarme el día.

Eres mi pan, mi sustento
mi abrigo en la noche fría,
eres mi canto y mi sueño,
mi pasión, mi poesía.


Dime que si

Solo preciso tu amor
aquel que me hará vivir
una alegría en el alma,
se que lo he de conseguir.

Lo necesito obtener
para dejar de sufrir
y en tus labios ardientes
dejar todo mi sentir.

Mi guitarra se apegó
a tu moreno perfil
y las notas de su canto
van volando hacia ti.

Se que tu amor me darás
porque luchare hasta el fin
y tu “si” será mi gloria
se que te haré muy feliz

Aquí está este cantor
que entrega todito a ti
rasgando en esta guitarra
su pasión y frenesí.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El fruto prohibido


Lo veía retorcerse de dolor y sufrimiento, pero nada parecía conmoverla, cerraba los oídos con los tapones de la indiferencia y solo los abría cuando la llamaba para solicitarle un vaso de agua o algo de comer.
-¡Dame la pastilla, maldita! -
Pero Carmen, nada, no se le movía ni una pestaña. Como entró ese virus, solo se tenía que ir, de manera natural, y no que quede en el camino por culpa de un suicidio.
Por desgracia el virus se lo introdujo en el cuerpo a través de un fruto silvestre que comió cuando paseaba frente al lago, y pasadas dos horas empezó a padecer los síntomas. Fue inmediatamente al médico, el que dio parte a la policía y estos acudieron a liquidar con todas las plantas malignas para que nadie se infectara.
Pero nadie sufría más que Carmen, su esposa. La cara de Joselo estaba verde y los ojos malignos, solo abría la boca para insultarla y largar un olor nauseabundo que inundaba todo el dormitorio.
Por miedo a que se escapara, la policía había clausurado las ventanas y puso guardia en todas las salidas de la casa, pues aún no se sabía si ese virus fuese contagioso.
A Carmen no le extrañó que se lo prendiese, pues ya había mostrado evidencias de sus defensas bajas; y aunque ella trataba que tome vitaminas, él se oponía. También le rogó que no vaya solo al lago, que no se separara de ella, ya se comentaba que cerca de allí podría estar esa planta, que no se la conocía muy bien pues esta mutaba cada tanto su forma y sus frutos. 
Pero Joselo no quiso escucharla, le faltó inteligencia para entender los peligros y tampoco se daba cuenta por lo que estaba pasando. Se fue casi corriendo  y comió del fruto prohibido muy contento.
Ahora se sentía mal, no solo físicamente, sino porque lo abrumaban los remordimientos. Veía a Carmen trabajar sin descanso en su propia recuperación y se sentía fatal. En el fondo deseaba terminar con esa tortura donde solo él era el culpable y que afectaba a su esposa y a toda la comunidad. Estaba avergonzado y quería acabar con todo eso quitándose la vida. Después ya no sentiría tanto dolor, que más que físico, era mental.
El médico lo visitaba a diario, y también el psiquiatra y el sacerdote. Carmen salía del cuarto y sentada en la mesa del comedor esperaba que se fueran las visitas, atenta al reloj, y luego entraba para ver a su marido.
Al principio la recibía con más insultos, pero a medida que fueron pasando los días, su lenguaje se dulcificó. Ya últimamente lloraba a mares cada vez que la veía y le pedía perdón. Carmen todavía  no sabía que estaba realmente dolido por todo el daño que había causado.
Las lágrimas lavan el alma, le dijo el sacerdote, y como Joselo no era religioso, a veces venía a visitarlo también un pastor y oraban juntos.
Otros días hacía un retroceso y gritaba que odiaba a Carmen, que ella era la culpable de todo lo que había pasado, que si ella no fuese tan dura y lo hubiese dejado marchar y hacer  que quisiera de su vida no estaría en esa situación. Pero él sabía que se mentía, sabía que solo allí podía encontrar la cura para erradicar el virus que se había agarrado y que afuera hubiera muerto irremediablemente y tal vez contagiado a otros.
Pero Carmen hacía oídos sordos a sus palabras de desprecio, nunca respondía, solo cuando ya estaba más calmado le hacía preguntas como “¿Qué te atraía tanto de ese lago?” o “¿Cómo pensaste que sería tu vida comiendo de ese fruto?”, “Qué te faltaba en esta casa para que vayas a buscar nuevas sensaciones fuera de ella?
-Perdoname, Carmencita, lo único que logré con mi tontería fue entristecerte y que tu cara perdiera toda esa alegría que tanto me gusta de vos.
Ahí Carmen se dio cuenta que Joselo estaba realmente arrepentido.
-No te preocupes, ya todo se va a solucionar, Joselo, yo me voy a quedar a tu lado hasta que te recuperes.
Y Joselo se recuperó, y un día se le permitió que abriera las ventanas y gozó como nunca del aire fresco que entraba por ella, y vio otra vez el sol, y pudo salir a la calle.
Su cara volvió a recuperar su tonicidad y su alegría, ya nunca se volvería a sentir angustiado ni a sentir ese cansancio permanente por vivir, ese que sintió antes de comer del fruto infectado.
Pasó algún tiempo, Carmen y Joselo volvieron al lago,  Carmen se detuvo ante un fruto desconocido
-¡No lo tomes!-le pidió- ese tiene el virus.
-¿Cómo lo sabes?
-Bueno, no estoy seguro, pero me parece que si. Por fuera es un fruto apetitoso, y huele muy bien, pero mejor es que lo hablemos entre los dos, para estar seguros.
-Bueno,¿ Eres feliz, Joselo? ¿Te hago feliz? Sé que me pediste mas tiempo para ver a tus amigos, yo me hacía la tonta, pero no te preocupes, se que vos también tenés derecho a tus espacios.
-Gracias, Carmen, yo también se que me pediste que no sea tan desordenado ni tan demandante con la comida, que hay algunos días en que no tenés ganas de cocinar, ese día cocinaré yo o saldremos a comer afuera.
Y asi transcurrió la charla, hablando de sus cosas, hasta que se olvidaron de las ganas de probar del fruto prohibido.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Lamento errante


Se va por las vetustas callejuelas
el lamento errante de mi amor perdido
que deambula penitente y sufrido
gastando su cansancio y sus suelas

Se apagan una a una las candelas
y en la vasta oscuridad  queda sumido,
también se va extinguiendo sus latidos.
Se cierran ante mí las portezuelas.

Me abrevio el responso y sepultura
y despido a los deudos con un beso
en la rutina de este tema soy  versado

y aunque blinde el corazón con armadura
indignamente a su  capricho  soy poseso
reviviendo entre las sombras al pasado.

martes, 21 de febrero de 2012

Nostalgias mentirosas

Duermo entre nostalgias mentirosas donde el tiempo las maquilla a su antojo y a mi placer, pues nada  puede ser tan frustrante como aferrarse a un recuerdo inútil que no vale nada. Algo bueno tiene que quedar, algo de valor tiene que haber tenido.
Por ese malestar supuran aguas de mis heridas, aguas dulces de manantial, y mis ojos se tornan soñadores cuando pienso en ella.
Como todas las cosas que aparecen, apareció de repente una noche,  donde las horas vacías exacerbaban mi soledad; y al momento me sentí a merced de su boca fascinadora.
Y pasó lo que tenía que pasar. Mis oídos escucharon lo que querían oír  y mis ojos vieron el futuro que se desea paladear.
Las manos se quedaron quietas, pero expectantes por arrancar con el primer zarpazo poseedor, sintiendo el calor anticipado de su cuerpo leve.
En mi mente puse palabras que nunca hubo pronunciado dando por hecho lo que nunca se sugirió.
Y mientras mi necesidad elevaba mi demanda al infinito, su oferta cotizaba a valores siderales.
Finalmente no pude pagar el precio, y me marché. 
Sin embargo, nada me priva de adorar las sensaciones únicas que sentí a su lado.
No eran compartidas, pero no importa. Mi estupidez se regodea en  recordarla y mi orgullo herido se toma revancha birlando lo que emanaba de ella para que ahora lo disfrute.

jueves, 9 de febrero de 2012

Julio

Me llamo Julio Quiróz. Nací el 31 de julio de 1950, en los suburbios de una capital. Mi padre es obrero en una fábrica automotriz, y mi madre una dedicada ama de casa.
La etapa mas linda fue mi niñez viviendo en aquella casita modesta de dos habitaciones, un pequeño comedor que se comunica con la cocina y un pequeño jardín en su frente. Igualmente, mi patio de juegos era la calle de tierra que se separa de las veredas por zanjas y se accede por pequeñas tablas que ponen los vecinos frente a la puerta de sus casas.
Mi papá llegaba a eso de las seis de la tarde, y en una hora mas tenía que estar adentro para cenar y luego acostarme a dormir, y asi invariablemente, porque al otro día mi padre se levantaba muy temprano para ir a trabajar.
Cuando volvía de la escuela, mi mamá me esperaba con el almuerzo listo, y a la siesta nos sentábamos al sol en el parquecito de atrás de la casa y conversábamos o nos ocupábamos de las plantas.
Mamá es muy delicada, muy delgadita, y a veces se le doblaba la espalda si trabajaba duro ese día. Le gustaba leerme y trataba de enseñarme idiomas que a mi no me interesaban, tenía una férrea afición por instruirme, pero yo disfrutaba mas jugando a la pelota con los otros niños del barrio.
Cada uno o dos meses nos poníamos nuestras mejores ropas (que no dejaban de ser muy sencillas) e íbamos a visitar a los abuelos que vivían en la capital.
Ese viaje nos llevaba cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta.
La casa de los abuelos es muy grande, tiene dos pisos y muchísimas habitaciones. Solo la puerta de entrada mide casi tres metros de alto, papá tocaba la aldaba y salía un mayordomo que nos hacía pasar hasta el salón principal.
Mi madre me contó que de muy chico yo le tenía temor a la casa del abuelo, asi que ella ideó un plan para sacarme el miedo. Colocó golosinas y juguetes en cada habitación y me hacía entrar de a una, y nos quedábamos un buen rato hasta que me fui acostumbrando al lugar.
Pero todo eso tuvo un resultado a medias, nunca me gustó del todo ir a la casa de mis abuelos, cuando llegábamos él nos atendía sin levantarse de su sillón y al rato llegaba mi abuela que nos hacía pasar a otro cuarto a tomar el té. Hablaban algunas cosas y nos volvíamos.
No recuerdo haber nunca recibido un regalo de mis abuelos, ni un abrazo, solo el saludo de rigor y preguntas que no iban dirigidas a mi - ¿Cómo anda el muchacho en la escuela? ¿Qué dice la maestra de él? – y cosas por el estilo.
Antes lo llamaba abuelo Honorio, pero poco a poco empecé a llamarlo señor, y nadie me lo impidió. Mi abuela Rosa me daba cada tanto ropa y juguetes que mis primos no usaban y mandaban para mí.
Cuando acudían a mi memoria estos recuerdos, casi me daban ganas de llorar de bronca y de dolor, porque conforme fui creciendo y entendiendo, la humillación que sentía se hacía más grande.
No comprendía como mis padres soportaban todo eso. En la casa jamás hablábamos del tema y yo tampoco preguntaba.
Afortunadamente, a partir de que cumplí doce años dejé de ir a esa casa, me quedaba todo el día al cuidado de unos vecinos y mis padres se iban a la ciudad, no pregunté la razón porque antes de que se me ocurriera hacerlo escuché a escondidas una conversación entre ellos. Acordaban que debido a mi natural rebeldía (por la edad), no convenía llevarme, no sea cosa que me peleara con los abuelos o les contestara mal.
No me importó mucho saberlo, porque era verdad, yo ya me sentía molesto con esas visitas, visiblemente molesto.
Aunque debo mencionar algo de lo que no me percaté mucho al principio, cada vez que mis padres volvían de esas visitas, volvían de buen semblante, especialmente mi mamá, e incluso comenzaron a aumentar su frecuencia.
Un día se lo pregunté a mi padre, y él me explicó que los abuelos estaban viejitos y mi mamá quería verlos lo mas posible, incluso he sabido que iba sola en algunas ocasiones, aunque no fuese un viaje muy seguro para una mujer sola.

Mis abuelos tenían un gran patrimonio y tres hijos, entre ellos, mi madre, que se enamoró de un triste vendedor de autos usados y de mala reputación, mi padre.
Mis abuelos se opusieron rotundamente a ese amor desigual, sospechaban que mi padre fuese un cazador de fortunas e hicieron lo posible para que su hija entrara en razón.
En aquellos años las hijas mujeres tenían pocas posibilidades de contradecir a sus padres, pero mi madre fue muy temperamental y un día huyó con mi padre y se casó con él. Fueron a vivir a la casita donde hoy vivimos, que era lo que habían dejado mis abuelos paternos, y se comió el orgullo y las incomodidades y se fue amoldando a su nueva vida.
Pero mis abuelos, lejos de equivocarse, se iban enterando por sus otros hijos que visitaban a su hermana, que ese hombre la hacía sufrir, que a veces la maltrataba y le hacía pasar privaciones.
Al final mi abuelo dio el brazo a torcer y los mandó a llamar, le dio un empleo importante a mi papá en su compañía y una casa muy bonita para que viviesen. Mi mamá estaba embarazada de cinco meses.
La situación no cambió para bien; mi padre, obnubilado por su nueva posición social, comenzó a salir de noche e ignorar a su mujer. Literalmente la despreciaba, la trataba de niña rica y consentida. Mi mamá sufría mucho, y un día tuvo que ser internada de urgencia y perdió a su bebé.
Dicen que mientras estuvo internada mi padre caminaba nerviosamente por los pasillos y repetía como un loro –¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!
Mi abuelo, al tanto de esta situación, le pidió a su hija que volviera a su casa, pero cuando fue dada de alta ella tomó sus cosas y se fue con su marido, lo que produjo un tremendo enojo en mis abuelos.
Y las cosas no cambiaron mucho en ese hogar, no había mas maltratos físicos, pero si insinuaciones hostiles de mi padre.
Tuvieron que volverse a su casita y buscarse un nuevo empleo. Pasaron dos años y mi padre le pidió a mi madre el divorcio, le dijo que estaba enamorado de otra mujer y que no soportaba mas vivir con ella.
Mi mamá se quedó helada, aún sin poder reaccionar a algo que nunca hubiera imaginado (no entiendo todavía porqué no), cuando se oyeron golpes en la puerta; era una mujer en avanzado estado de gravidez, muy descompuesta, a la que mi padre fue prestamente a atender.
La abrazaba y le decía palabras amorosas, pero la mujer se sentía muy mal. La colocaron sobre una cama y mi madre quedó cuidándola mientras mi padre corría a buscar un auto para llevarla al hospital más próximo.
Todo fue muy rápido, apenas llegó a tiempo para dar a luz y fallecer luego, y entre sobradas muestras de dolor, mi padre le confesó a mi mamá que ese niño recién nacido era suyo y de la mujer que amaba desde hacia cuatro años.
Pero apenas se legalizó la situación, mi mamá se llevó al bebé a su casa.
Todo esto llegó también a oídos de mis abuelos. Por única vez en su vida, se apersonó en la casa de su yerno y le ordenó a su hija que lo acompañase.
Mi mamá respiró hondo y se negó, y mi abuelo, que no es de los que piden las cosas dos veces, solo le dijo al marcharse que no vuelva luego arrepentida.
Y asi fue como mi mamá me adoptó.

Esta confesión tardía vino de parte de mi padre entre llantos y pedidos de perdón, en el momento justo cuando yo empezaba a llamar a mis abuelos “viejos de porquería” y cosas por el estilo.
Mi papá, al que yo consideraba un gran hombre, aquel que me enseño a amar a mi madre y a tratarla como a una delicada flor, a respetarla y a obedecerla… ¡había sido un granuja y un sinvergüenza!

Pero al menos me ayudó a entender a mis abuelos. Yo era el recuerdo viviente de todo el dolor que sufrían como padres por una buena hija, el mismo que yo hubiese sufrido si me ocurriera lo mismo.

Junté todos mis ahorros, me puse la mejor ropa y me fui a la ciudad, le compré a mi abuela una caja de dulces y a mi abuelo un bastón muy lindo, ya era bastante grandecito como para presentarme ante ellos y decirles que sabía toda la verdad.
Mis abuelos me escucharon asombrados.
– Está bien, muchacho – me dijo mi abuelo – pero no tenías porque gastar tus ahorros y traernos estos regalos.
- Al contrario, abuelo - le dije - estos regalos se los doy en agradecimiento, por haberme dado la mejor madre que pude haber tenido.
Mi abuela no aguantó y rompió a llorar, y mi abuelo, profundamente conmovido, se levantó por primera vez de su sillón para abrazarme.
A partir de entonces somos tres los que vamos a visitar a los abuelos, y cada tanto almorzamos en su casa con mis tíos y primos.




miércoles, 8 de febrero de 2012

El tiempo se va de lado

El tiempo se va de lado cuando su alegría llega
y lloran exasperados todos los que aún esperan.
El amor, que es alma de niño, quiere lo que se niega,
aún no se ha ejercitado en contenerse, y desespera.

De noche, cuando descanso, muy delicada se acerca
y borda, beso con beso, en mi cara una carretera
que bajará por mi cuello, pecho, vientre y piernas
haciendo bullir mi sangre por donde sus labios besa.

Y se congela la noche y el tiempo quieto se queda,
mañana será otro día, ahora estoy de fiesta,
ensayo amatorias danzas asido a mi compañera
con música de mis besos, y los gemidos de esta.

El tiempo colapsa justo… cuando su alegría llega.


Responsable de mi circunstancia


Cuando al fin me acomodé a la idea de verlo entubado en la cama del hospital, me recorrió un frío punzante por todo el cuerpo.
Lo empecé a mirar con detenimiento, para no olvidarme de ninguno de los detalles de su cara y descubrir los que, por falta de tiempo, nunca noté.
A pesar de lo trágico de la escena, transmitía una paz imperturbable, pero claro, la muerte también es imperturbable, y pensé que por mi pura y exclusiva culpa todavía le quedaba mucho por experimentar.
Yo no se porqué, siempre, cuando muere alguien antes de tiempo, creemos que todavía le quedaba mucho por vivir, si la verdad es que aunque acusara mas de ciento veinte años, siempre se está aprendiendo, descubriendo y viviendo.
Bah! Reflexiones tardías y recurrentes. Tanto, que ya las creo fuera de lugar.
Lo que no está de más es recordar que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Porota (horripilantísimo sobrenombre que se les daba a las personas antes de que yo naciera) decía siempre: “Nadie muere en las vísperas”.
En fin, recordarlo me trajo un poco de consuelo, porque Porota, a pesar de su detestable sobrenombre, era muy sabia. Era una mujer muy vivida, aunque muy pocas veces salió de su barrio, pero era mi fascinación cuando  conversábamos. Sabía sacar lo mas profundo de la cotidianidad, haciendo de lo sencillo, extraordinario.
Un simple pajarito era la criatura que le recordaba que los seres más indefensos necesitaban de su atención, e ir de compras al mercado era bucear entre los diferentes estados de ánimos de la gente con la que se cruzaba. E invariablemente, y esto era lo que adoraba de ella, me hacía reflexionar acerca del porqué de mis actitudes. Y todo se simplificaba.
Pero volviendo al presente, estoy en un hospicio junto a mi marido de tan solo treinta años a los que los médicos no le dan muchas esperanzas de vida.
A pesar del dolor, no se muy bien como ubicarme entre tanta incertidumbre, si hacerme expectativas o resignarme a la idea de ser una viuda joven, si llorar anticipadamente mi dolor o aferrarme a la creencia que todo va a salir bien.
No quiero ser cínica, pero estos días que llevo de espera, ruegos e incertidumbre, quisiera mejor no pasarlos.
De pronto abre los ojos y hay un gran revuelo a mi alrededor. Literalmente me echan de la habitación.
Pasan las horas y sigo al costado de su cama, nadie sabe cuanto tiempo pasará en este estado.
………………………………………………………………………………
Mañana es mi cumpleaños, voy a cumplir sesenta años, y Fernando el mes entrante, sesenta y tres.
Lo cuidé por cinco años hasta que se recuperó, retomó su profesión de abogado y un día, con mucho dolor, me dijo que ya no me amaba y que quería el divorcio.
Yo tuve una menopausia muy precoz, posiblemente provocada por tanto estrés, y no pude tener hijos, pero él tuvo cinco con otra mujer.
No estoy enojada con mi ex marido, porque en realidad cada día que pasé a su lado en el hospital deseé que se muriera, y maldije todo el tiempo en que me hice cargo hasta su recuperación.
Y otra vez asevero que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Ah! Disculpen si he dejado un sabor amargo en este relato, pero tal vez a alguien le sirva de moraleja lo que siempre decía Porota: “Se cosecha lo que se siembra”.