miércoles, 29 de febrero de 2012

Lamento errante


Se va por las vetustas callejuelas
el lamento errante de mi amor perdido
que deambula penitente y sufrido
gastando su cansancio y sus suelas

Se apagan una a una las candelas
y en la vasta oscuridad  queda sumido,
también se va extinguiendo sus latidos.
Se cierran ante mí las portezuelas.

Me abrevio el responso y sepultura
y despido a los deudos con un beso
en la rutina de este tema soy  versado

y aunque blinde el corazón con armadura
indignamente a su  capricho  soy poseso
reviviendo entre las sombras al pasado.

martes, 21 de febrero de 2012

Nostalgias mentirosas

Duermo entre nostalgias mentirosas donde el tiempo las maquilla a su antojo y a mi placer, pues nada  puede ser tan frustrante como aferrarse a un recuerdo inútil que no vale nada. Algo bueno tiene que quedar, algo de valor tiene que haber tenido.
Por ese malestar supuran aguas de mis heridas, aguas dulces de manantial, y mis ojos se tornan soñadores cuando pienso en ella.
Como todas las cosas que aparecen, apareció de repente una noche,  donde las horas vacías exacerbaban mi soledad; y al momento me sentí a merced de su boca fascinadora.
Y pasó lo que tenía que pasar. Mis oídos escucharon lo que querían oír  y mis ojos vieron el futuro que se desea paladear.
Las manos se quedaron quietas, pero expectantes por arrancar con el primer zarpazo poseedor, sintiendo el calor anticipado de su cuerpo leve.
En mi mente puse palabras que nunca hubo pronunciado dando por hecho lo que nunca se sugirió.
Y mientras mi necesidad elevaba mi demanda al infinito, su oferta cotizaba a valores siderales.
Finalmente no pude pagar el precio, y me marché. 
Sin embargo, nada me priva de adorar las sensaciones únicas que sentí a su lado.
No eran compartidas, pero no importa. Mi estupidez se regodea en  recordarla y mi orgullo herido se toma revancha birlando lo que emanaba de ella para que ahora lo disfrute.

jueves, 9 de febrero de 2012

Julio

Me llamo Julio Quiróz. Nací el 31 de julio de 1950, en los suburbios de una capital. Mi padre es obrero en una fábrica automotriz, y mi madre una dedicada ama de casa.
La etapa mas linda fue mi niñez viviendo en aquella casita modesta de dos habitaciones, un pequeño comedor que se comunica con la cocina y un pequeño jardín en su frente. Igualmente, mi patio de juegos era la calle de tierra que se separa de las veredas por zanjas y se accede por pequeñas tablas que ponen los vecinos frente a la puerta de sus casas.
Mi papá llegaba a eso de las seis de la tarde, y en una hora mas tenía que estar adentro para cenar y luego acostarme a dormir, y asi invariablemente, porque al otro día mi padre se levantaba muy temprano para ir a trabajar.
Cuando volvía de la escuela, mi mamá me esperaba con el almuerzo listo, y a la siesta nos sentábamos al sol en el parquecito de atrás de la casa y conversábamos o nos ocupábamos de las plantas.
Mamá es muy delicada, muy delgadita, y a veces se le doblaba la espalda si trabajaba duro ese día. Le gustaba leerme y trataba de enseñarme idiomas que a mi no me interesaban, tenía una férrea afición por instruirme, pero yo disfrutaba mas jugando a la pelota con los otros niños del barrio.
Cada uno o dos meses nos poníamos nuestras mejores ropas (que no dejaban de ser muy sencillas) e íbamos a visitar a los abuelos que vivían en la capital.
Ese viaje nos llevaba cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta.
La casa de los abuelos es muy grande, tiene dos pisos y muchísimas habitaciones. Solo la puerta de entrada mide casi tres metros de alto, papá tocaba la aldaba y salía un mayordomo que nos hacía pasar hasta el salón principal.
Mi madre me contó que de muy chico yo le tenía temor a la casa del abuelo, asi que ella ideó un plan para sacarme el miedo. Colocó golosinas y juguetes en cada habitación y me hacía entrar de a una, y nos quedábamos un buen rato hasta que me fui acostumbrando al lugar.
Pero todo eso tuvo un resultado a medias, nunca me gustó del todo ir a la casa de mis abuelos, cuando llegábamos él nos atendía sin levantarse de su sillón y al rato llegaba mi abuela que nos hacía pasar a otro cuarto a tomar el té. Hablaban algunas cosas y nos volvíamos.
No recuerdo haber nunca recibido un regalo de mis abuelos, ni un abrazo, solo el saludo de rigor y preguntas que no iban dirigidas a mi - ¿Cómo anda el muchacho en la escuela? ¿Qué dice la maestra de él? – y cosas por el estilo.
Antes lo llamaba abuelo Honorio, pero poco a poco empecé a llamarlo señor, y nadie me lo impidió. Mi abuela Rosa me daba cada tanto ropa y juguetes que mis primos no usaban y mandaban para mí.
Cuando acudían a mi memoria estos recuerdos, casi me daban ganas de llorar de bronca y de dolor, porque conforme fui creciendo y entendiendo, la humillación que sentía se hacía más grande.
No comprendía como mis padres soportaban todo eso. En la casa jamás hablábamos del tema y yo tampoco preguntaba.
Afortunadamente, a partir de que cumplí doce años dejé de ir a esa casa, me quedaba todo el día al cuidado de unos vecinos y mis padres se iban a la ciudad, no pregunté la razón porque antes de que se me ocurriera hacerlo escuché a escondidas una conversación entre ellos. Acordaban que debido a mi natural rebeldía (por la edad), no convenía llevarme, no sea cosa que me peleara con los abuelos o les contestara mal.
No me importó mucho saberlo, porque era verdad, yo ya me sentía molesto con esas visitas, visiblemente molesto.
Aunque debo mencionar algo de lo que no me percaté mucho al principio, cada vez que mis padres volvían de esas visitas, volvían de buen semblante, especialmente mi mamá, e incluso comenzaron a aumentar su frecuencia.
Un día se lo pregunté a mi padre, y él me explicó que los abuelos estaban viejitos y mi mamá quería verlos lo mas posible, incluso he sabido que iba sola en algunas ocasiones, aunque no fuese un viaje muy seguro para una mujer sola.

Mis abuelos tenían un gran patrimonio y tres hijos, entre ellos, mi madre, que se enamoró de un triste vendedor de autos usados y de mala reputación, mi padre.
Mis abuelos se opusieron rotundamente a ese amor desigual, sospechaban que mi padre fuese un cazador de fortunas e hicieron lo posible para que su hija entrara en razón.
En aquellos años las hijas mujeres tenían pocas posibilidades de contradecir a sus padres, pero mi madre fue muy temperamental y un día huyó con mi padre y se casó con él. Fueron a vivir a la casita donde hoy vivimos, que era lo que habían dejado mis abuelos paternos, y se comió el orgullo y las incomodidades y se fue amoldando a su nueva vida.
Pero mis abuelos, lejos de equivocarse, se iban enterando por sus otros hijos que visitaban a su hermana, que ese hombre la hacía sufrir, que a veces la maltrataba y le hacía pasar privaciones.
Al final mi abuelo dio el brazo a torcer y los mandó a llamar, le dio un empleo importante a mi papá en su compañía y una casa muy bonita para que viviesen. Mi mamá estaba embarazada de cinco meses.
La situación no cambió para bien; mi padre, obnubilado por su nueva posición social, comenzó a salir de noche e ignorar a su mujer. Literalmente la despreciaba, la trataba de niña rica y consentida. Mi mamá sufría mucho, y un día tuvo que ser internada de urgencia y perdió a su bebé.
Dicen que mientras estuvo internada mi padre caminaba nerviosamente por los pasillos y repetía como un loro –¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!
Mi abuelo, al tanto de esta situación, le pidió a su hija que volviera a su casa, pero cuando fue dada de alta ella tomó sus cosas y se fue con su marido, lo que produjo un tremendo enojo en mis abuelos.
Y las cosas no cambiaron mucho en ese hogar, no había mas maltratos físicos, pero si insinuaciones hostiles de mi padre.
Tuvieron que volverse a su casita y buscarse un nuevo empleo. Pasaron dos años y mi padre le pidió a mi madre el divorcio, le dijo que estaba enamorado de otra mujer y que no soportaba mas vivir con ella.
Mi mamá se quedó helada, aún sin poder reaccionar a algo que nunca hubiera imaginado (no entiendo todavía porqué no), cuando se oyeron golpes en la puerta; era una mujer en avanzado estado de gravidez, muy descompuesta, a la que mi padre fue prestamente a atender.
La abrazaba y le decía palabras amorosas, pero la mujer se sentía muy mal. La colocaron sobre una cama y mi madre quedó cuidándola mientras mi padre corría a buscar un auto para llevarla al hospital más próximo.
Todo fue muy rápido, apenas llegó a tiempo para dar a luz y fallecer luego, y entre sobradas muestras de dolor, mi padre le confesó a mi mamá que ese niño recién nacido era suyo y de la mujer que amaba desde hacia cuatro años.
Pero apenas se legalizó la situación, mi mamá se llevó al bebé a su casa.
Todo esto llegó también a oídos de mis abuelos. Por única vez en su vida, se apersonó en la casa de su yerno y le ordenó a su hija que lo acompañase.
Mi mamá respiró hondo y se negó, y mi abuelo, que no es de los que piden las cosas dos veces, solo le dijo al marcharse que no vuelva luego arrepentida.
Y asi fue como mi mamá me adoptó.

Esta confesión tardía vino de parte de mi padre entre llantos y pedidos de perdón, en el momento justo cuando yo empezaba a llamar a mis abuelos “viejos de porquería” y cosas por el estilo.
Mi papá, al que yo consideraba un gran hombre, aquel que me enseño a amar a mi madre y a tratarla como a una delicada flor, a respetarla y a obedecerla… ¡había sido un granuja y un sinvergüenza!

Pero al menos me ayudó a entender a mis abuelos. Yo era el recuerdo viviente de todo el dolor que sufrían como padres por una buena hija, el mismo que yo hubiese sufrido si me ocurriera lo mismo.

Junté todos mis ahorros, me puse la mejor ropa y me fui a la ciudad, le compré a mi abuela una caja de dulces y a mi abuelo un bastón muy lindo, ya era bastante grandecito como para presentarme ante ellos y decirles que sabía toda la verdad.
Mis abuelos me escucharon asombrados.
– Está bien, muchacho – me dijo mi abuelo – pero no tenías porque gastar tus ahorros y traernos estos regalos.
- Al contrario, abuelo - le dije - estos regalos se los doy en agradecimiento, por haberme dado la mejor madre que pude haber tenido.
Mi abuela no aguantó y rompió a llorar, y mi abuelo, profundamente conmovido, se levantó por primera vez de su sillón para abrazarme.
A partir de entonces somos tres los que vamos a visitar a los abuelos, y cada tanto almorzamos en su casa con mis tíos y primos.




miércoles, 8 de febrero de 2012

El tiempo se va de lado

El tiempo se va de lado cuando su alegría llega
y lloran exasperados todos los que aún esperan.
El amor, que es alma de niño, quiere lo que se niega,
aún no se ha ejercitado en contenerse, y desespera.

De noche, cuando descanso, muy delicada se acerca
y borda, beso con beso, en mi cara una carretera
que bajará por mi cuello, pecho, vientre y piernas
haciendo bullir mi sangre por donde sus labios besa.

Y se congela la noche y el tiempo quieto se queda,
mañana será otro día, ahora estoy de fiesta,
ensayo amatorias danzas asido a mi compañera
con música de mis besos, y los gemidos de esta.

El tiempo colapsa justo… cuando su alegría llega.


Responsable de mi circunstancia


Cuando al fin me acomodé a la idea de verlo entubado en la cama del hospital, me recorrió un frío punzante por todo el cuerpo.
Lo empecé a mirar con detenimiento, para no olvidarme de ninguno de los detalles de su cara y descubrir los que, por falta de tiempo, nunca noté.
A pesar de lo trágico de la escena, transmitía una paz imperturbable, pero claro, la muerte también es imperturbable, y pensé que por mi pura y exclusiva culpa todavía le quedaba mucho por experimentar.
Yo no se porqué, siempre, cuando muere alguien antes de tiempo, creemos que todavía le quedaba mucho por vivir, si la verdad es que aunque acusara mas de ciento veinte años, siempre se está aprendiendo, descubriendo y viviendo.
Bah! Reflexiones tardías y recurrentes. Tanto, que ya las creo fuera de lugar.
Lo que no está de más es recordar que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Porota (horripilantísimo sobrenombre que se les daba a las personas antes de que yo naciera) decía siempre: “Nadie muere en las vísperas”.
En fin, recordarlo me trajo un poco de consuelo, porque Porota, a pesar de su detestable sobrenombre, era muy sabia. Era una mujer muy vivida, aunque muy pocas veces salió de su barrio, pero era mi fascinación cuando  conversábamos. Sabía sacar lo mas profundo de la cotidianidad, haciendo de lo sencillo, extraordinario.
Un simple pajarito era la criatura que le recordaba que los seres más indefensos necesitaban de su atención, e ir de compras al mercado era bucear entre los diferentes estados de ánimos de la gente con la que se cruzaba. E invariablemente, y esto era lo que adoraba de ella, me hacía reflexionar acerca del porqué de mis actitudes. Y todo se simplificaba.
Pero volviendo al presente, estoy en un hospicio junto a mi marido de tan solo treinta años a los que los médicos no le dan muchas esperanzas de vida.
A pesar del dolor, no se muy bien como ubicarme entre tanta incertidumbre, si hacerme expectativas o resignarme a la idea de ser una viuda joven, si llorar anticipadamente mi dolor o aferrarme a la creencia que todo va a salir bien.
No quiero ser cínica, pero estos días que llevo de espera, ruegos e incertidumbre, quisiera mejor no pasarlos.
De pronto abre los ojos y hay un gran revuelo a mi alrededor. Literalmente me echan de la habitación.
Pasan las horas y sigo al costado de su cama, nadie sabe cuanto tiempo pasará en este estado.
………………………………………………………………………………
Mañana es mi cumpleaños, voy a cumplir sesenta años, y Fernando el mes entrante, sesenta y tres.
Lo cuidé por cinco años hasta que se recuperó, retomó su profesión de abogado y un día, con mucho dolor, me dijo que ya no me amaba y que quería el divorcio.
Yo tuve una menopausia muy precoz, posiblemente provocada por tanto estrés, y no pude tener hijos, pero él tuvo cinco con otra mujer.
No estoy enojada con mi ex marido, porque en realidad cada día que pasé a su lado en el hospital deseé que se muriera, y maldije todo el tiempo en que me hice cargo hasta su recuperación.
Y otra vez asevero que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Ah! Disculpen si he dejado un sabor amargo en este relato, pero tal vez a alguien le sirva de moraleja lo que siempre decía Porota: “Se cosecha lo que se siembra”.

martes, 7 de febrero de 2012

Alcira

Hubiera sido un viaje más por trabajo si al poco tiempo de llegar a la planta de energía me entero que estaba con varias complicaciones importantes.
Reacio a vivir en las barracas de los empleados y buscando algo de intimidad y confort, indagué por mi cuenta por una habitación en la única pensión del pueblo, caluroso y polvoriento, uno cualquiera, perdido en Catamarca.
No hubiese podido evadir de ninguna manera mi responsabilidad de ingeniero encargado de la seguridad, asi que traté de tomarlo con el mejor de los humores.
Las señas me llevaron a la puerta de una casa un tanto abandonada, pero bastante limpia, donde luego de dar los golpes de rigor (no había timbre), salió a mi encuentro una señora con un batón azul, ojotas, pelo recogido y la cara con rastros de cansancio, tal vez por el calor.
Trató de ser simpática y me mostró la habitación, y en el transcurso de los días, la rutina se desarrollaba entre un desayuno que se fue modificando a mi pedido y las cenas compartidas algunas veces, bastante tarde, y a dormir.
No veía la hora de marcharme, en cuanto pudiera, de nuevo a Buenos Aires. Extrañaba a mi esposa, que es una dulzura y el amor de mi vida.
Con el pasar de los días comenzamos a tener una cierta confianza con la dueña de la casa. Con tantos viajes, había aprendido que la gente de cada lugar era una enciclopedia abierta, y yo me ilustraba en lo posible acerca de las costumbres autóctonas con las que me podía nutrir y hacer mi estadía mas llevadera e interesante.
Éramos solos tres pensionistas, un anciano de setenta y ocho años que parecía de noventa, cuyos hijos usaban la pensión como una suerte de geriátrico; un joven desenvuelto y apuesto que era el director y maestro de la única escuela rural, que cuando no estaba en la escuela estaba visitando a su novia, y yo, un capitalino de cuarenta y dos años, medio perdido, pero con ganas de sociabilizar.
La señora Alcira tenía posiblemente sesenta años, con el cabello invariablemente recogido y, aunque de modales discretos, sin ninguna cuota de femineidad.
Además era algo parca. O tímida, no podía dilucidarlo con certeza, y a casi todo lo que le preguntara, sus respuestas eran escuetas y se notaba que le costaba mirarme a la cara, no por mala educación, creo que yo de alguna manera la cohibía.
Casi la forzaba a hablarme, y asi fue entrando mas y mas en confianza, yo mismo buscaba un momento a la noche para que mantuviéramos una conversación, con mis preguntas insistentes, algo pesado, que no la dejaba en paz hasta que me contestara.
La señora Alcira se empezó a acostumbrar a mi retórica florida e interesante, y también ella se contagió y me hacía devoluciones en el mismo tenor.
Así me fui enterando de la historia y las costumbres del lugar, y algo de su vida y sus gustos.
Madre de tres hijos que vivían en la capital de la provincia, seguía sola y para adelante con su vida tranquila.
Pero para mi sorpresa, a la señora Alcira le interesaba conocer de mi vida y como era la vida en Buenos Aires, mas que otra cosa. Y en los cuatro meses que viví en su pensión, interrumpida por algunos viajes a mi casa, fui advirtiendo que fue cambiando en forma notoria.
Algunas cosas en su vestuario, la tintura en su pelo y algún que otro adorno en el cuello y las orejas. Empezaba, de a poco, a deshojarse esa crisálida en la que estaba inmersa. Y a medida que se iban descascarando esas costras marrones, unos pétalos de brillantes alas de mariposas comenzaron  a vestir como un áurea su delicada persona.
Un día le dije que, con todo respeto, me permitiera que le diga que estaba muy linda y rejuvenecida, y ella me preguntó cuantos años creía yo que tenía. Difícil respuesta es dar la edad a una mujer, pero muy sinceramente le dije que parecía de cuarenta y cinco.
-Esa es justamente mi edad- me dijo para mi sorpresa. Y agradecí en secreto no haberle dicho los sesenta que me pareció cuando la vi por primera vez.
Todavía recuerdo su cara de sorpresa y emoción cuando luego del que sería mi último viaje antes de partir definitivamente a mi hogar, le traje de regalo un perfume y algunos vestidos que mi mujer generosamente ofreció a que le llevase.
El día en que me fui me despidió con regalos para mi familia y nunca mas volví a saber de ella.
En estos momentos estoy con mi esposa, sentados en un banco en Palermo, mirando el lago. La observo. Ella está distraída mirando el paisaje. Tiene una carita muy serena, una maravillosa sonrisa en la boca y unos ojos que transmiten mucha paz; y me siento satisfecho con solo contemplarla.
Sin lugar a dudas que a lo largo de nuestro matrimonio hemos pasado por muchos estadios, pero este que estamos transitando yo lo adoro, porque aprendí no solo a amarla, sino también a valorarla, y eso me hace mejor marido y persona.
Y me acuerdo de la señora Alcira, también ella me ha enseñado mucho de la delicada condición de la mujer, a la que pequeñas muestras de respeto y atención sacaron para afuera todo su potencial, se volvió sin dudas una mujer mas segura y una hermosa exponente del sexo femenino.



El valor de las palabras



¿Le han cambiado el valor a las palabras ?
¿O tal vez sea solo mi pena escandalosa?
Pero creo que algo suena mal en mis oídos
o quizás sea el lugar, o tengo un desvarío.
Pero cuando yo amaba yo sufría
¿y no es acaso el amor pura alegría?
Entonces reconvengo a mi antojo
que me pudo haber dado alegría el enojo
como pude haber llorado de tanta algarabía.
Y en vez de cambiar mi tozuda conveniencia
me aferro y me arraigo a mi tendencia
de seguir cambiando el valor a las palabras
para que de todo error, el mismo error sustraiga.




miércoles, 1 de febrero de 2012

La Voz


-¡Qué hermosa estás, mi corazón!
 No se de donde salió ese comentario ni de quien es, pero no pienso contradecirlo. Hoy me siento exultante.
Otro día de oficina, pero distinto, me siento ¡muy bien!, feliz, en paz, tranquila, contenta, radiante. Y no quiero desaprovechar esa sensación tan placentera.
Me acomodé el cabello y me vestí bonito, y caminando por las calles que me separan de la empresa en la cual trabajo, siento muchas miradas posadas sobre mí.
-¡Linda! ¡Preciosa!
Algunos se dieron cuenta que este cuerpito gentil está en su mejor momento. Tal vez la dieta que terminé hace poco y me sacaron de encima esos cinco kilitos que tanto me molestaban está rindiendo sus frutos.
Es mi costumbre saludar al entrar, al pasar por la recepción y a mis compañeros, luego sentarme en unos de los veinte escritorios esparcidos por el piso que ocupa la oficina. 
El mío está cerca de una de las ventanas y puedo ver el cielo y los edificios circundantes.
-¡Estás divina, Carmencita!
-Gracias, respondí dándome la vuelta para conocer a mi interlocutor, pero no vi a nadie.
A lo largo del día recibí otros halagos semejantes y me fui familiarizando con esa voz profunda y masculina. Y se me hizo interesante.
El rutinario pero delicado trabajo de control me mantiene concentrada en mis asuntos muchas horas al día, pero ese personaje que habla y que se esconde empezó a llamar mi atención.
Al día siguiente se volvieron a repetir los hechos. Disimuladamente empecé a mirar a mi alrededor, a Fernandez, el contador que siempre parece estar ocupado revisando números, Paez, el del escritorio mas próximo, pero además de correcto es muy tímido, no lo creo capaz.
López, ese si. Es más atrevido y un poco mujeriego, pero tampoco era su voz.
-¿Tomamos un café a la salida?
Giro con rapidez, pero no veo a nadie cerca.
Decido en mi interior negar esos hechos y hacer de cuenta que nunca sucedió nada. Y no vuelvo a escuchar esa voz en todo el día.
Pasa una semana más, todo igual, el trabajo, la rutina, excepto que estoy sospechando que tengo un admirador secreto. La sola vanidad me induce a hacer alarde de mis atributos naturales más que de costumbre y recurro a toda la coquetería de la que soy capaz de desarrollar.
Margarita me intercepta en la cocina cuando voy a buscar café y me pregunta:
- Carmencita, que linda que estás últimamente ¿estás enamorada?
- La verdad es que no, Margarita, pero debe ser que los aires de la primavera me sientan bien.
Al día siguiente vuelvo a escuchar la misma voz
-¡Qué hermosa sos, Carmencita!
Me inquieto, y hasta busco algún micrófono oculto cerca de mi, porque las bromas de oficina suelen ser no comunes, pero si eventuales.
Ese día los comentarios se hacen mas sonoros y frecuentes, me siento acosada y la gente está empezando a mirarme con curiosidad.
Le pido a Margarita que me acompañe a la cocina y en el camino escucho:
- Te comería la boca a besos, mi amor.
Por un segundo con Margarita nos cruzamos la mirada, pero no emitimos ni una palabra.
Paradas en el diminuto cuartito comenzamos a conversar de ciertas cosas, pero no me atrevía a preguntar.
- Deseo apretarte esos pechos divinos que tenés.
Me pongo pálida. 
- ¿Vos escuchaste algo, Margarita?
- ¿Qué cosa?
- Nada, nada.
- ¿Me estaré volviendo loca, algún tipo de demencia, quizás? Traté de disimular todo el tiempo mi inquietud, pero los comentarios se hicieron mas osados.
Me levanto del escritorio para lavarme la cara y calmarme un poco, y agachada sobre el lavabo  siento un aliento caliente y agitado sobre mi nuca.
Miró en el espejo mi cara llena de espanto y me horrorizo de mi misma. Grito. Enseguida tengo a algunos de mis compañeros a mi lado tratando de comprender que me asustó.
-  Vi a una araña- mentí para que no se burlaran ni me creyeran loca.
Margarita me sostiene la mano por un momento antes de volver a su escritorio, raro en ella esos gestos de ternura.
A la media hora me cita el gerente a su oficina y me comunica que han adelantado mis vacaciones que comienzan en este mismo instante, en forma terminante y sin derecho a réplica.
Con los ojos llenos de lágrimas regreso a mi escritorio a buscar mis cosas personales para irme. Cuando estoy saliendo del edificio escucho:
- Dejáme acompañarte, mi amor.
Me doy la vuelta y veo a Margarita, a Paez, a Fernandez y a López.
- Carmencita- me dice Fernandez – deje que la acompañe.
Aún confundida acepto el ofrecimiento y en silencio transitamos el corto recorrido hasta mi casa. Al despedirnos, me dice:
- ¿Sabe, Carmencita? La vamos a extrañar, disculpe mi sinceridad, pero no creo que usted vuelva a trabajar nunca mas en la empresa, los directores opinan que la voz que usted provoca, molesta al personal.
Me pongo blanca y titubeo.
- ¿¿¿Cómo???? ¿Ustedes también la escuchan?
- Si, Carmencita, todos los días, desde que usted llega a la oficina. Es que usted es demasiado bonita, y no lo podemos disimular, y tiene que entender, además de distraernos, somos todos hombres casados.

¿Para qué quieres mi amor? Si tú no sabes querer,
para que andar derrochando palabras bonitas,
pasión, padecer…
por unos ojos esquivos
que cuando los miras te miran sin ver.

Las flores dejan su olor, el ave un dulce trinar
pero la miel de tu boca solamente sabe
mentir, engañar…
dejas pasando una estela
de promesas rotas en tu caminar.

No me prometas un sol que no caliente mi piel,
ni me prometas la aurora de un día que nunca
veré amanecer…
tal vez apenas la noche
en donde la luna se pueda esconder.

estribillo
Y para que sonreír, y mucho menos llorar
por una moza  preciosa
que aunque quisiera no la puedo amar
Que nunca tendrá su dueño
porque solo es sueño que no he de alcanzar.

¿Para que quieres amar? Si pronto me has de olvidar
¿Para que andar prometiendo
tantos sentimientos escritos en el mar?
donde sus aguas traidoras
arrastran al fondo a mi soledad.

Pero si alguna vez te pones a recordar
cuanto yo te he querido y extrañas un poco
mi voz al cantar…
y si quizás extrañado
tus ojos ariscos quisieran llorar

házmelo pronto saber para poder regresar
deja un mensaje en el viento
que yo estaré atento para escuchar
dame esta ilusión
que en paz y tranquilo me podré marchar.

Estribillo
¿Y para qué sonreír? ¿Y mucho menos llorar?
mi guitarra va extrañando
mordiendo en su canto todo mi penar
por una moza morena
que aunque le suplique me deja marchar.