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miércoles, 20 de marzo de 2013

borrador



¡No sueltes al suspiro apretado
que alterado está en el fondo de tu hastío!
¡No lo sueltes, por favor! Y te lo pido
con un grito silencioso enamorado.

Pues mis ojos suplicantes son dos manos
que se juntan en mirar arrodillado.
Expectantes al suspiro encarcelado
que propone un final inmerecido.


Se notaba que su perturbación era leve y pasajera. Por un instante pensé que nada le importaba demasiado, que vivía como vive el que nada tiene y nada espera.
La quise zamarrear con mis palabras cuando le manifesté mis dudas acerca del amor que le tenía, que estaba confundido, y creo que lo único que hice es confundirla a ella también.
Está bien. Pisé en falso y me arrepiento, ahora se va a sujetar a esa idea y la va a tomar como propia.
Miré sus ojos volados y me asusté. La estaba perdiendo, tenía que actuar rápido ¡ya!.
-         Va a ser muy difícil tu vida si no estás conmigo - le susurré como al pasar.
-         ¿Te parece?
-         Si, estoy seguro.
-         Bueno, no te sientas mal, ya me sobrepondré.
“Esto se pone feo” pensé. Le pasé mi mano con mucha dulzura por la cara, para ver si con la convicción de mis ojos podía cambiar lo que dijera mi boca.
Ella lo disfrutó un momento, pero luego su cara se volvió de hielo, y por primera vez me miró.
Como quien está a las puertas de la muerte, mi vida se pasó frente a mis ojos, todo lo que viví con ella, todo el esfuerzo que hice porque me amara, toda mi dedicación, mi esperanza, mi amor…
Me temblaban los huesos, pero me quedé quieto esperando su sentencia. Era la primera vez que me arriesgaba a tanto, tal vez de tanto probar sin resultados pensé que manifestarle mi falta de amor la haría reaccionar, y me querría.
Uno también es humano y se cansa, pero tenerla a mi lado sobrepasaba todo lo hecho y volvía a pensar que el cualquier afán que pusiera era poco en relación con la desazón que me provocaría el que se vaya de mi lado.
- Bueno, decime algo – la apremié.
- No se me ocurre nada, si querés dejarme, está bien.
Aaaaaaaaah ¡que mala mujer! Nada le importo,
-         Rosita ¿realmente no te importa que te deje? ¿No me querés ni siquiera un poco?
-         Si, claro que te voy a extrañar.
-         ¿Pero me querés?
-         No.
Listo, ya está, basta. Soy un ser sin dignidad. Tengo que irme.

Pasaron los meses. La presencia de Rosita me seguía a todos lados, y un día me corté las venas ¿Y para qué? Si a Rosita no se le cayó ni una lágrima.

jueves, 6 de diciembre de 2012

El baldío





Entre dos casas modestas del sencillo barrio había un terreno baldío. El dueño había dado permiso a los vecinos para que lo cuidasen, y asi los niños podríamos jugar sin los peligros  propios de la calle.
Con el tiempo creció un limonero que alguien plantó, aparecieron unas hamacas improvisadas con neumáticos viejos y un arco de fútbol.
Mis padres no quisieron colaborar con la construcción de una casita de muñecas, pero con mis vecinitas la fuimos fabricando con lo que encontrábamos a mano y lo que sustraíamos de nuestras casas y nadie extrañaba.
Todos los juegos fueron inventados en ese  baldío (no me gusta llamarlo baldío porque yo nunca lo vi así, para mi era nuestro jardín a la calle).
Nuestras mascotas también eran enterradas en ese lugar, previo responso y algunas  lágrimas sentidas. A veces hacíamos un picnic bajo la rigurosa supervisión de las miradas de las mamás y otras veces solo era nuestro lugar de charlas y encuentros.
Un día salí de casa a la hora acostumbrada para reunirme con mis vecinitos y encontramos que el predio estaba cercado por unas maderas.
Tiempo después vinieron unos obreros y comenzaron a hacer un pozo. El baldío había sido vendido a un ingeniero y estaban levantando una casa.
El desconsuelo fue enorme. Los niños ya no tendríamos nuestro lugar de juegos, tampoco nos devolvieron las hamacas, la casita ni el arco. Y creo que al limonero también lo tiraron cuando vino la máquina excavadora.
En el barrio modesto hubo ahora una casa de diseño moderno con dos ventanales amplios que daban a la calle.
El matrimonio que la habitó tenia dos hijos que jamás hicieron amistad con nosotros, y el ingeniero parecía una persona  muy  ocupada, porque las únicas veces en que se lo veía era cuando entraba o sacaba el auto del garaje.
Fue lo único que pudimos saber de ellos, porque los dos ventanales que daban a la calle, como ojos cerrados por el dolor, siempre estuvieron clausurados.

jueves, 31 de mayo de 2012


Hoy me levanté luego de un mal sueño. En el estaba Jorge royéndome las entrañas. Solo tres meses duró nuestra relación, una relación que solo me trajo sufrimientos.
En ese sueño revivía toda la tortura mental a la que me había sometido. Menos mal que duró poco y pude zafar rápido.
Estos últimos años fueron pasando, me volví a enamorar y el curso de los sucesos transcurrió sin sobresaltos.
Solo hubo un paréntesis, un pequeño paréntesis...
Estando yo de noche, paseando por las callecitas del pueblo, Jorge se apareció de pronto desde la oscuridad. Todavía en la memoria de mi piel estaban vivos sus caricias y sus besos. Se acercó con su sonrisa cínica de hiena y un aliento que destilaba la podredumbre de su alma.
Mi orgullo propio me incitó a hablarle como si nada me importara, y él, detrás de cada frase, me tiraba una estocada de afrenta y degradación. Le gustaba herirme.
Me hice la distraída y seguí conversando como si nada.
En algún momento mi  compostura se hizo trizas y empecé a recriminarle su mal proceder.
Se rió bajito. Era evidente que eso le daba placer, un  psicópata divirtiéndose con el sufrimiento ajeno.
Mi cara empezó a mojarse de rabia e impotencia, y cegada por las lágrimas avancé a tientas unos pasos.
Todo sucedió muy rápido, sentí silencio, y al detenerme me di cuenta de que estaba hablando sola.
Al darme vuelta vi como Jorge estaba tirado en el piso, con las manos apretando su pecho y la cara desencajada. Apenas podía escuchar un murmullo apagado que me suplicaba ayuda.
Hice un ademán para agacharme y me quedé por la mitad. Moví de un lado al otro mi cabeza, lentamente, y observé  como la calle estaba desolada y sin testigos a la vista.
No dudé si lo que hacía era o no correcto, pero tuve un repentino brote de satisfacción.Luego me marché dejándolo solo.
Me fui con la seguridad de que moriría como lo que fue, una rata, pero no sin antes regalarle la más malvada de mis sonrisas.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El fruto prohibido


Lo veía retorcerse de dolor y sufrimiento, pero nada parecía conmoverla, cerraba los oídos con los tapones de la indiferencia y solo los abría cuando la llamaba para solicitarle un vaso de agua o algo de comer.
-¡Dame la pastilla, maldita! -
Pero Carmen, nada, no se le movía ni una pestaña. Como entró ese virus, solo se tenía que ir, de manera natural, y no que quede en el camino por culpa de un suicidio.
Por desgracia el virus se lo introdujo en el cuerpo a través de un fruto silvestre que comió cuando paseaba frente al lago, y pasadas dos horas empezó a padecer los síntomas. Fue inmediatamente al médico, el que dio parte a la policía y estos acudieron a liquidar con todas las plantas malignas para que nadie se infectara.
Pero nadie sufría más que Carmen, su esposa. La cara de Joselo estaba verde y los ojos malignos, solo abría la boca para insultarla y largar un olor nauseabundo que inundaba todo el dormitorio.
Por miedo a que se escapara, la policía había clausurado las ventanas y puso guardia en todas las salidas de la casa, pues aún no se sabía si ese virus fuese contagioso.
A Carmen no le extrañó que se lo prendiese, pues ya había mostrado evidencias de sus defensas bajas; y aunque ella trataba que tome vitaminas, él se oponía. También le rogó que no vaya solo al lago, que no se separara de ella, ya se comentaba que cerca de allí podría estar esa planta, que no se la conocía muy bien pues esta mutaba cada tanto su forma y sus frutos. 
Pero Joselo no quiso escucharla, le faltó inteligencia para entender los peligros y tampoco se daba cuenta por lo que estaba pasando. Se fue casi corriendo  y comió del fruto prohibido muy contento.
Ahora se sentía mal, no solo físicamente, sino porque lo abrumaban los remordimientos. Veía a Carmen trabajar sin descanso en su propia recuperación y se sentía fatal. En el fondo deseaba terminar con esa tortura donde solo él era el culpable y que afectaba a su esposa y a toda la comunidad. Estaba avergonzado y quería acabar con todo eso quitándose la vida. Después ya no sentiría tanto dolor, que más que físico, era mental.
El médico lo visitaba a diario, y también el psiquiatra y el sacerdote. Carmen salía del cuarto y sentada en la mesa del comedor esperaba que se fueran las visitas, atenta al reloj, y luego entraba para ver a su marido.
Al principio la recibía con más insultos, pero a medida que fueron pasando los días, su lenguaje se dulcificó. Ya últimamente lloraba a mares cada vez que la veía y le pedía perdón. Carmen todavía  no sabía que estaba realmente dolido por todo el daño que había causado.
Las lágrimas lavan el alma, le dijo el sacerdote, y como Joselo no era religioso, a veces venía a visitarlo también un pastor y oraban juntos.
Otros días hacía un retroceso y gritaba que odiaba a Carmen, que ella era la culpable de todo lo que había pasado, que si ella no fuese tan dura y lo hubiese dejado marchar y hacer  que quisiera de su vida no estaría en esa situación. Pero él sabía que se mentía, sabía que solo allí podía encontrar la cura para erradicar el virus que se había agarrado y que afuera hubiera muerto irremediablemente y tal vez contagiado a otros.
Pero Carmen hacía oídos sordos a sus palabras de desprecio, nunca respondía, solo cuando ya estaba más calmado le hacía preguntas como “¿Qué te atraía tanto de ese lago?” o “¿Cómo pensaste que sería tu vida comiendo de ese fruto?”, “Qué te faltaba en esta casa para que vayas a buscar nuevas sensaciones fuera de ella?
-Perdoname, Carmencita, lo único que logré con mi tontería fue entristecerte y que tu cara perdiera toda esa alegría que tanto me gusta de vos.
Ahí Carmen se dio cuenta que Joselo estaba realmente arrepentido.
-No te preocupes, ya todo se va a solucionar, Joselo, yo me voy a quedar a tu lado hasta que te recuperes.
Y Joselo se recuperó, y un día se le permitió que abriera las ventanas y gozó como nunca del aire fresco que entraba por ella, y vio otra vez el sol, y pudo salir a la calle.
Su cara volvió a recuperar su tonicidad y su alegría, ya nunca se volvería a sentir angustiado ni a sentir ese cansancio permanente por vivir, ese que sintió antes de comer del fruto infectado.
Pasó algún tiempo, Carmen y Joselo volvieron al lago,  Carmen se detuvo ante un fruto desconocido
-¡No lo tomes!-le pidió- ese tiene el virus.
-¿Cómo lo sabes?
-Bueno, no estoy seguro, pero me parece que si. Por fuera es un fruto apetitoso, y huele muy bien, pero mejor es que lo hablemos entre los dos, para estar seguros.
-Bueno,¿ Eres feliz, Joselo? ¿Te hago feliz? Sé que me pediste mas tiempo para ver a tus amigos, yo me hacía la tonta, pero no te preocupes, se que vos también tenés derecho a tus espacios.
-Gracias, Carmen, yo también se que me pediste que no sea tan desordenado ni tan demandante con la comida, que hay algunos días en que no tenés ganas de cocinar, ese día cocinaré yo o saldremos a comer afuera.
Y asi transcurrió la charla, hablando de sus cosas, hasta que se olvidaron de las ganas de probar del fruto prohibido.

martes, 21 de febrero de 2012

Nostalgias mentirosas

Duermo entre nostalgias mentirosas donde el tiempo las maquilla a su antojo y a mi placer, pues nada  puede ser tan frustrante como aferrarse a un recuerdo inútil que no vale nada. Algo bueno tiene que quedar, algo de valor tiene que haber tenido.
Por ese malestar supuran aguas de mis heridas, aguas dulces de manantial, y mis ojos se tornan soñadores cuando pienso en ella.
Como todas las cosas que aparecen, apareció de repente una noche,  donde las horas vacías exacerbaban mi soledad; y al momento me sentí a merced de su boca fascinadora.
Y pasó lo que tenía que pasar. Mis oídos escucharon lo que querían oír  y mis ojos vieron el futuro que se desea paladear.
Las manos se quedaron quietas, pero expectantes por arrancar con el primer zarpazo poseedor, sintiendo el calor anticipado de su cuerpo leve.
En mi mente puse palabras que nunca hubo pronunciado dando por hecho lo que nunca se sugirió.
Y mientras mi necesidad elevaba mi demanda al infinito, su oferta cotizaba a valores siderales.
Finalmente no pude pagar el precio, y me marché. 
Sin embargo, nada me priva de adorar las sensaciones únicas que sentí a su lado.
No eran compartidas, pero no importa. Mi estupidez se regodea en  recordarla y mi orgullo herido se toma revancha birlando lo que emanaba de ella para que ahora lo disfrute.

jueves, 9 de febrero de 2012

Julio

Me llamo Julio Quiróz. Nací el 31 de julio de 1950, en los suburbios de una capital. Mi padre es obrero en una fábrica automotriz, y mi madre una dedicada ama de casa.
La etapa mas linda fue mi niñez viviendo en aquella casita modesta de dos habitaciones, un pequeño comedor que se comunica con la cocina y un pequeño jardín en su frente. Igualmente, mi patio de juegos era la calle de tierra que se separa de las veredas por zanjas y se accede por pequeñas tablas que ponen los vecinos frente a la puerta de sus casas.
Mi papá llegaba a eso de las seis de la tarde, y en una hora mas tenía que estar adentro para cenar y luego acostarme a dormir, y asi invariablemente, porque al otro día mi padre se levantaba muy temprano para ir a trabajar.
Cuando volvía de la escuela, mi mamá me esperaba con el almuerzo listo, y a la siesta nos sentábamos al sol en el parquecito de atrás de la casa y conversábamos o nos ocupábamos de las plantas.
Mamá es muy delicada, muy delgadita, y a veces se le doblaba la espalda si trabajaba duro ese día. Le gustaba leerme y trataba de enseñarme idiomas que a mi no me interesaban, tenía una férrea afición por instruirme, pero yo disfrutaba mas jugando a la pelota con los otros niños del barrio.
Cada uno o dos meses nos poníamos nuestras mejores ropas (que no dejaban de ser muy sencillas) e íbamos a visitar a los abuelos que vivían en la capital.
Ese viaje nos llevaba cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta.
La casa de los abuelos es muy grande, tiene dos pisos y muchísimas habitaciones. Solo la puerta de entrada mide casi tres metros de alto, papá tocaba la aldaba y salía un mayordomo que nos hacía pasar hasta el salón principal.
Mi madre me contó que de muy chico yo le tenía temor a la casa del abuelo, asi que ella ideó un plan para sacarme el miedo. Colocó golosinas y juguetes en cada habitación y me hacía entrar de a una, y nos quedábamos un buen rato hasta que me fui acostumbrando al lugar.
Pero todo eso tuvo un resultado a medias, nunca me gustó del todo ir a la casa de mis abuelos, cuando llegábamos él nos atendía sin levantarse de su sillón y al rato llegaba mi abuela que nos hacía pasar a otro cuarto a tomar el té. Hablaban algunas cosas y nos volvíamos.
No recuerdo haber nunca recibido un regalo de mis abuelos, ni un abrazo, solo el saludo de rigor y preguntas que no iban dirigidas a mi - ¿Cómo anda el muchacho en la escuela? ¿Qué dice la maestra de él? – y cosas por el estilo.
Antes lo llamaba abuelo Honorio, pero poco a poco empecé a llamarlo señor, y nadie me lo impidió. Mi abuela Rosa me daba cada tanto ropa y juguetes que mis primos no usaban y mandaban para mí.
Cuando acudían a mi memoria estos recuerdos, casi me daban ganas de llorar de bronca y de dolor, porque conforme fui creciendo y entendiendo, la humillación que sentía se hacía más grande.
No comprendía como mis padres soportaban todo eso. En la casa jamás hablábamos del tema y yo tampoco preguntaba.
Afortunadamente, a partir de que cumplí doce años dejé de ir a esa casa, me quedaba todo el día al cuidado de unos vecinos y mis padres se iban a la ciudad, no pregunté la razón porque antes de que se me ocurriera hacerlo escuché a escondidas una conversación entre ellos. Acordaban que debido a mi natural rebeldía (por la edad), no convenía llevarme, no sea cosa que me peleara con los abuelos o les contestara mal.
No me importó mucho saberlo, porque era verdad, yo ya me sentía molesto con esas visitas, visiblemente molesto.
Aunque debo mencionar algo de lo que no me percaté mucho al principio, cada vez que mis padres volvían de esas visitas, volvían de buen semblante, especialmente mi mamá, e incluso comenzaron a aumentar su frecuencia.
Un día se lo pregunté a mi padre, y él me explicó que los abuelos estaban viejitos y mi mamá quería verlos lo mas posible, incluso he sabido que iba sola en algunas ocasiones, aunque no fuese un viaje muy seguro para una mujer sola.

Mis abuelos tenían un gran patrimonio y tres hijos, entre ellos, mi madre, que se enamoró de un triste vendedor de autos usados y de mala reputación, mi padre.
Mis abuelos se opusieron rotundamente a ese amor desigual, sospechaban que mi padre fuese un cazador de fortunas e hicieron lo posible para que su hija entrara en razón.
En aquellos años las hijas mujeres tenían pocas posibilidades de contradecir a sus padres, pero mi madre fue muy temperamental y un día huyó con mi padre y se casó con él. Fueron a vivir a la casita donde hoy vivimos, que era lo que habían dejado mis abuelos paternos, y se comió el orgullo y las incomodidades y se fue amoldando a su nueva vida.
Pero mis abuelos, lejos de equivocarse, se iban enterando por sus otros hijos que visitaban a su hermana, que ese hombre la hacía sufrir, que a veces la maltrataba y le hacía pasar privaciones.
Al final mi abuelo dio el brazo a torcer y los mandó a llamar, le dio un empleo importante a mi papá en su compañía y una casa muy bonita para que viviesen. Mi mamá estaba embarazada de cinco meses.
La situación no cambió para bien; mi padre, obnubilado por su nueva posición social, comenzó a salir de noche e ignorar a su mujer. Literalmente la despreciaba, la trataba de niña rica y consentida. Mi mamá sufría mucho, y un día tuvo que ser internada de urgencia y perdió a su bebé.
Dicen que mientras estuvo internada mi padre caminaba nerviosamente por los pasillos y repetía como un loro –¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!
Mi abuelo, al tanto de esta situación, le pidió a su hija que volviera a su casa, pero cuando fue dada de alta ella tomó sus cosas y se fue con su marido, lo que produjo un tremendo enojo en mis abuelos.
Y las cosas no cambiaron mucho en ese hogar, no había mas maltratos físicos, pero si insinuaciones hostiles de mi padre.
Tuvieron que volverse a su casita y buscarse un nuevo empleo. Pasaron dos años y mi padre le pidió a mi madre el divorcio, le dijo que estaba enamorado de otra mujer y que no soportaba mas vivir con ella.
Mi mamá se quedó helada, aún sin poder reaccionar a algo que nunca hubiera imaginado (no entiendo todavía porqué no), cuando se oyeron golpes en la puerta; era una mujer en avanzado estado de gravidez, muy descompuesta, a la que mi padre fue prestamente a atender.
La abrazaba y le decía palabras amorosas, pero la mujer se sentía muy mal. La colocaron sobre una cama y mi madre quedó cuidándola mientras mi padre corría a buscar un auto para llevarla al hospital más próximo.
Todo fue muy rápido, apenas llegó a tiempo para dar a luz y fallecer luego, y entre sobradas muestras de dolor, mi padre le confesó a mi mamá que ese niño recién nacido era suyo y de la mujer que amaba desde hacia cuatro años.
Pero apenas se legalizó la situación, mi mamá se llevó al bebé a su casa.
Todo esto llegó también a oídos de mis abuelos. Por única vez en su vida, se apersonó en la casa de su yerno y le ordenó a su hija que lo acompañase.
Mi mamá respiró hondo y se negó, y mi abuelo, que no es de los que piden las cosas dos veces, solo le dijo al marcharse que no vuelva luego arrepentida.
Y asi fue como mi mamá me adoptó.

Esta confesión tardía vino de parte de mi padre entre llantos y pedidos de perdón, en el momento justo cuando yo empezaba a llamar a mis abuelos “viejos de porquería” y cosas por el estilo.
Mi papá, al que yo consideraba un gran hombre, aquel que me enseño a amar a mi madre y a tratarla como a una delicada flor, a respetarla y a obedecerla… ¡había sido un granuja y un sinvergüenza!

Pero al menos me ayudó a entender a mis abuelos. Yo era el recuerdo viviente de todo el dolor que sufrían como padres por una buena hija, el mismo que yo hubiese sufrido si me ocurriera lo mismo.

Junté todos mis ahorros, me puse la mejor ropa y me fui a la ciudad, le compré a mi abuela una caja de dulces y a mi abuelo un bastón muy lindo, ya era bastante grandecito como para presentarme ante ellos y decirles que sabía toda la verdad.
Mis abuelos me escucharon asombrados.
– Está bien, muchacho – me dijo mi abuelo – pero no tenías porque gastar tus ahorros y traernos estos regalos.
- Al contrario, abuelo - le dije - estos regalos se los doy en agradecimiento, por haberme dado la mejor madre que pude haber tenido.
Mi abuela no aguantó y rompió a llorar, y mi abuelo, profundamente conmovido, se levantó por primera vez de su sillón para abrazarme.
A partir de entonces somos tres los que vamos a visitar a los abuelos, y cada tanto almorzamos en su casa con mis tíos y primos.




miércoles, 8 de febrero de 2012

Responsable de mi circunstancia


Cuando al fin me acomodé a la idea de verlo entubado en la cama del hospital, me recorrió un frío punzante por todo el cuerpo.
Lo empecé a mirar con detenimiento, para no olvidarme de ninguno de los detalles de su cara y descubrir los que, por falta de tiempo, nunca noté.
A pesar de lo trágico de la escena, transmitía una paz imperturbable, pero claro, la muerte también es imperturbable, y pensé que por mi pura y exclusiva culpa todavía le quedaba mucho por experimentar.
Yo no se porqué, siempre, cuando muere alguien antes de tiempo, creemos que todavía le quedaba mucho por vivir, si la verdad es que aunque acusara mas de ciento veinte años, siempre se está aprendiendo, descubriendo y viviendo.
Bah! Reflexiones tardías y recurrentes. Tanto, que ya las creo fuera de lugar.
Lo que no está de más es recordar que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Porota (horripilantísimo sobrenombre que se les daba a las personas antes de que yo naciera) decía siempre: “Nadie muere en las vísperas”.
En fin, recordarlo me trajo un poco de consuelo, porque Porota, a pesar de su detestable sobrenombre, era muy sabia. Era una mujer muy vivida, aunque muy pocas veces salió de su barrio, pero era mi fascinación cuando  conversábamos. Sabía sacar lo mas profundo de la cotidianidad, haciendo de lo sencillo, extraordinario.
Un simple pajarito era la criatura que le recordaba que los seres más indefensos necesitaban de su atención, e ir de compras al mercado era bucear entre los diferentes estados de ánimos de la gente con la que se cruzaba. E invariablemente, y esto era lo que adoraba de ella, me hacía reflexionar acerca del porqué de mis actitudes. Y todo se simplificaba.
Pero volviendo al presente, estoy en un hospicio junto a mi marido de tan solo treinta años a los que los médicos no le dan muchas esperanzas de vida.
A pesar del dolor, no se muy bien como ubicarme entre tanta incertidumbre, si hacerme expectativas o resignarme a la idea de ser una viuda joven, si llorar anticipadamente mi dolor o aferrarme a la creencia que todo va a salir bien.
No quiero ser cínica, pero estos días que llevo de espera, ruegos e incertidumbre, quisiera mejor no pasarlos.
De pronto abre los ojos y hay un gran revuelo a mi alrededor. Literalmente me echan de la habitación.
Pasan las horas y sigo al costado de su cama, nadie sabe cuanto tiempo pasará en este estado.
………………………………………………………………………………
Mañana es mi cumpleaños, voy a cumplir sesenta años, y Fernando el mes entrante, sesenta y tres.
Lo cuidé por cinco años hasta que se recuperó, retomó su profesión de abogado y un día, con mucho dolor, me dijo que ya no me amaba y que quería el divorcio.
Yo tuve una menopausia muy precoz, posiblemente provocada por tanto estrés, y no pude tener hijos, pero él tuvo cinco con otra mujer.
No estoy enojada con mi ex marido, porque en realidad cada día que pasé a su lado en el hospital deseé que se muriera, y maldije todo el tiempo en que me hice cargo hasta su recuperación.
Y otra vez asevero que nadie es dueño de su vida y si responsable de su circunstancia.
Ah! Disculpen si he dejado un sabor amargo en este relato, pero tal vez a alguien le sirva de moraleja lo que siempre decía Porota: “Se cosecha lo que se siembra”.

martes, 7 de febrero de 2012

Alcira

Hubiera sido un viaje más por trabajo si al poco tiempo de llegar a la planta de energía me entero que estaba con varias complicaciones importantes.
Reacio a vivir en las barracas de los empleados y buscando algo de intimidad y confort, indagué por mi cuenta por una habitación en la única pensión del pueblo, caluroso y polvoriento, uno cualquiera, perdido en Catamarca.
No hubiese podido evadir de ninguna manera mi responsabilidad de ingeniero encargado de la seguridad, asi que traté de tomarlo con el mejor de los humores.
Las señas me llevaron a la puerta de una casa un tanto abandonada, pero bastante limpia, donde luego de dar los golpes de rigor (no había timbre), salió a mi encuentro una señora con un batón azul, ojotas, pelo recogido y la cara con rastros de cansancio, tal vez por el calor.
Trató de ser simpática y me mostró la habitación, y en el transcurso de los días, la rutina se desarrollaba entre un desayuno que se fue modificando a mi pedido y las cenas compartidas algunas veces, bastante tarde, y a dormir.
No veía la hora de marcharme, en cuanto pudiera, de nuevo a Buenos Aires. Extrañaba a mi esposa, que es una dulzura y el amor de mi vida.
Con el pasar de los días comenzamos a tener una cierta confianza con la dueña de la casa. Con tantos viajes, había aprendido que la gente de cada lugar era una enciclopedia abierta, y yo me ilustraba en lo posible acerca de las costumbres autóctonas con las que me podía nutrir y hacer mi estadía mas llevadera e interesante.
Éramos solos tres pensionistas, un anciano de setenta y ocho años que parecía de noventa, cuyos hijos usaban la pensión como una suerte de geriátrico; un joven desenvuelto y apuesto que era el director y maestro de la única escuela rural, que cuando no estaba en la escuela estaba visitando a su novia, y yo, un capitalino de cuarenta y dos años, medio perdido, pero con ganas de sociabilizar.
La señora Alcira tenía posiblemente sesenta años, con el cabello invariablemente recogido y, aunque de modales discretos, sin ninguna cuota de femineidad.
Además era algo parca. O tímida, no podía dilucidarlo con certeza, y a casi todo lo que le preguntara, sus respuestas eran escuetas y se notaba que le costaba mirarme a la cara, no por mala educación, creo que yo de alguna manera la cohibía.
Casi la forzaba a hablarme, y asi fue entrando mas y mas en confianza, yo mismo buscaba un momento a la noche para que mantuviéramos una conversación, con mis preguntas insistentes, algo pesado, que no la dejaba en paz hasta que me contestara.
La señora Alcira se empezó a acostumbrar a mi retórica florida e interesante, y también ella se contagió y me hacía devoluciones en el mismo tenor.
Así me fui enterando de la historia y las costumbres del lugar, y algo de su vida y sus gustos.
Madre de tres hijos que vivían en la capital de la provincia, seguía sola y para adelante con su vida tranquila.
Pero para mi sorpresa, a la señora Alcira le interesaba conocer de mi vida y como era la vida en Buenos Aires, mas que otra cosa. Y en los cuatro meses que viví en su pensión, interrumpida por algunos viajes a mi casa, fui advirtiendo que fue cambiando en forma notoria.
Algunas cosas en su vestuario, la tintura en su pelo y algún que otro adorno en el cuello y las orejas. Empezaba, de a poco, a deshojarse esa crisálida en la que estaba inmersa. Y a medida que se iban descascarando esas costras marrones, unos pétalos de brillantes alas de mariposas comenzaron  a vestir como un áurea su delicada persona.
Un día le dije que, con todo respeto, me permitiera que le diga que estaba muy linda y rejuvenecida, y ella me preguntó cuantos años creía yo que tenía. Difícil respuesta es dar la edad a una mujer, pero muy sinceramente le dije que parecía de cuarenta y cinco.
-Esa es justamente mi edad- me dijo para mi sorpresa. Y agradecí en secreto no haberle dicho los sesenta que me pareció cuando la vi por primera vez.
Todavía recuerdo su cara de sorpresa y emoción cuando luego del que sería mi último viaje antes de partir definitivamente a mi hogar, le traje de regalo un perfume y algunos vestidos que mi mujer generosamente ofreció a que le llevase.
El día en que me fui me despidió con regalos para mi familia y nunca mas volví a saber de ella.
En estos momentos estoy con mi esposa, sentados en un banco en Palermo, mirando el lago. La observo. Ella está distraída mirando el paisaje. Tiene una carita muy serena, una maravillosa sonrisa en la boca y unos ojos que transmiten mucha paz; y me siento satisfecho con solo contemplarla.
Sin lugar a dudas que a lo largo de nuestro matrimonio hemos pasado por muchos estadios, pero este que estamos transitando yo lo adoro, porque aprendí no solo a amarla, sino también a valorarla, y eso me hace mejor marido y persona.
Y me acuerdo de la señora Alcira, también ella me ha enseñado mucho de la delicada condición de la mujer, a la que pequeñas muestras de respeto y atención sacaron para afuera todo su potencial, se volvió sin dudas una mujer mas segura y una hermosa exponente del sexo femenino.



miércoles, 1 de febrero de 2012

La Voz


-¡Qué hermosa estás, mi corazón!
 No se de donde salió ese comentario ni de quien es, pero no pienso contradecirlo. Hoy me siento exultante.
Otro día de oficina, pero distinto, me siento ¡muy bien!, feliz, en paz, tranquila, contenta, radiante. Y no quiero desaprovechar esa sensación tan placentera.
Me acomodé el cabello y me vestí bonito, y caminando por las calles que me separan de la empresa en la cual trabajo, siento muchas miradas posadas sobre mí.
-¡Linda! ¡Preciosa!
Algunos se dieron cuenta que este cuerpito gentil está en su mejor momento. Tal vez la dieta que terminé hace poco y me sacaron de encima esos cinco kilitos que tanto me molestaban está rindiendo sus frutos.
Es mi costumbre saludar al entrar, al pasar por la recepción y a mis compañeros, luego sentarme en unos de los veinte escritorios esparcidos por el piso que ocupa la oficina. 
El mío está cerca de una de las ventanas y puedo ver el cielo y los edificios circundantes.
-¡Estás divina, Carmencita!
-Gracias, respondí dándome la vuelta para conocer a mi interlocutor, pero no vi a nadie.
A lo largo del día recibí otros halagos semejantes y me fui familiarizando con esa voz profunda y masculina. Y se me hizo interesante.
El rutinario pero delicado trabajo de control me mantiene concentrada en mis asuntos muchas horas al día, pero ese personaje que habla y que se esconde empezó a llamar mi atención.
Al día siguiente se volvieron a repetir los hechos. Disimuladamente empecé a mirar a mi alrededor, a Fernandez, el contador que siempre parece estar ocupado revisando números, Paez, el del escritorio mas próximo, pero además de correcto es muy tímido, no lo creo capaz.
López, ese si. Es más atrevido y un poco mujeriego, pero tampoco era su voz.
-¿Tomamos un café a la salida?
Giro con rapidez, pero no veo a nadie cerca.
Decido en mi interior negar esos hechos y hacer de cuenta que nunca sucedió nada. Y no vuelvo a escuchar esa voz en todo el día.
Pasa una semana más, todo igual, el trabajo, la rutina, excepto que estoy sospechando que tengo un admirador secreto. La sola vanidad me induce a hacer alarde de mis atributos naturales más que de costumbre y recurro a toda la coquetería de la que soy capaz de desarrollar.
Margarita me intercepta en la cocina cuando voy a buscar café y me pregunta:
- Carmencita, que linda que estás últimamente ¿estás enamorada?
- La verdad es que no, Margarita, pero debe ser que los aires de la primavera me sientan bien.
Al día siguiente vuelvo a escuchar la misma voz
-¡Qué hermosa sos, Carmencita!
Me inquieto, y hasta busco algún micrófono oculto cerca de mi, porque las bromas de oficina suelen ser no comunes, pero si eventuales.
Ese día los comentarios se hacen mas sonoros y frecuentes, me siento acosada y la gente está empezando a mirarme con curiosidad.
Le pido a Margarita que me acompañe a la cocina y en el camino escucho:
- Te comería la boca a besos, mi amor.
Por un segundo con Margarita nos cruzamos la mirada, pero no emitimos ni una palabra.
Paradas en el diminuto cuartito comenzamos a conversar de ciertas cosas, pero no me atrevía a preguntar.
- Deseo apretarte esos pechos divinos que tenés.
Me pongo pálida. 
- ¿Vos escuchaste algo, Margarita?
- ¿Qué cosa?
- Nada, nada.
- ¿Me estaré volviendo loca, algún tipo de demencia, quizás? Traté de disimular todo el tiempo mi inquietud, pero los comentarios se hicieron mas osados.
Me levanto del escritorio para lavarme la cara y calmarme un poco, y agachada sobre el lavabo  siento un aliento caliente y agitado sobre mi nuca.
Miró en el espejo mi cara llena de espanto y me horrorizo de mi misma. Grito. Enseguida tengo a algunos de mis compañeros a mi lado tratando de comprender que me asustó.
-  Vi a una araña- mentí para que no se burlaran ni me creyeran loca.
Margarita me sostiene la mano por un momento antes de volver a su escritorio, raro en ella esos gestos de ternura.
A la media hora me cita el gerente a su oficina y me comunica que han adelantado mis vacaciones que comienzan en este mismo instante, en forma terminante y sin derecho a réplica.
Con los ojos llenos de lágrimas regreso a mi escritorio a buscar mis cosas personales para irme. Cuando estoy saliendo del edificio escucho:
- Dejáme acompañarte, mi amor.
Me doy la vuelta y veo a Margarita, a Paez, a Fernandez y a López.
- Carmencita- me dice Fernandez – deje que la acompañe.
Aún confundida acepto el ofrecimiento y en silencio transitamos el corto recorrido hasta mi casa. Al despedirnos, me dice:
- ¿Sabe, Carmencita? La vamos a extrañar, disculpe mi sinceridad, pero no creo que usted vuelva a trabajar nunca mas en la empresa, los directores opinan que la voz que usted provoca, molesta al personal.
Me pongo blanca y titubeo.
- ¿¿¿Cómo???? ¿Ustedes también la escuchan?
- Si, Carmencita, todos los días, desde que usted llega a la oficina. Es que usted es demasiado bonita, y no lo podemos disimular, y tiene que entender, además de distraernos, somos todos hombres casados.

viernes, 16 de septiembre de 2011

La modorra

Si supiera como sacarme de encima esta modorra que me acompaña a todos lados, no estaría frente a esta máquina de escribir haciéndome tantas preguntas.
Ahora me suena a risa que los gatos negros sean vistos de mal augurio si nos pasan por delante, o que un martes trece lleve un estigma tan trágico.
Pero creo que la gente hace rato viró el sentido de sus supersticiones, pienso que ahora la sacuden cosas mas aterradoras, y todo lo demás suena a pueril.
Siempre me acuerdo de vos, Nacho. Si te tuviera cerca ya me estarías llamando para hacer una caminata por la playa, o un picnic debajo de los pinos. Y me reiría con tus cuentos divertidos sobre fantasmas y luces malas.
Pero te tuviste que ir, nomás. Ya se que nunca te adaptaste a este lugar y al frío.
En algún momento pensé en acompañarte, pero creo que nunca me lo pediste, ni yo jamás te lo sugerí. Por eso me acuerdo tanto de vos. Porque considero una torpeza el que no lo hayas hecho.
Un día recibí una carta tuya. Al principio me pareció una antigüedad, pero luego me explicabas que estabas en un lugar, no se donde, campo adentro, donde no había señal.
Seguías con tus investigaciones antropológicas acerca de costumbres autóctonas y centenarias; una ocupación que te fascinaba, aunque te obligara a andar como un trotamundos y durmiendo en cualquier sitio, de aquí para allá.
No te respondí porque no pusiste remitente; y esperé infructuosamente a que volvieras a hacerlo. Luego me resigné, de esto, hace ya tres años.
Miento si te digo que no te extrañé muchísimo. Tal vez todavía te extraño. Pero me acostumbré…
Y por inercia me van llevando los días que corren con lánguida monotonía.
Creo que nadie se da cuenta de ello, asisto a reuniones y salgo a caminar por la playa. A las tertulias de mujeres de los días jueves soy la primera en llegar, y hace rato que ninguna amiga me pregunta por vos.
Yo creo, Nacho, que ya es hora de que de una vuelta de página. Adiós.