jueves, 9 de febrero de 2012

Julio

Me llamo Julio Quiróz. Nací el 31 de julio de 1950, en los suburbios de una capital. Mi padre es obrero en una fábrica automotriz, y mi madre una dedicada ama de casa.
La etapa mas linda fue mi niñez viviendo en aquella casita modesta de dos habitaciones, un pequeño comedor que se comunica con la cocina y un pequeño jardín en su frente. Igualmente, mi patio de juegos era la calle de tierra que se separa de las veredas por zanjas y se accede por pequeñas tablas que ponen los vecinos frente a la puerta de sus casas.
Mi papá llegaba a eso de las seis de la tarde, y en una hora mas tenía que estar adentro para cenar y luego acostarme a dormir, y asi invariablemente, porque al otro día mi padre se levantaba muy temprano para ir a trabajar.
Cuando volvía de la escuela, mi mamá me esperaba con el almuerzo listo, y a la siesta nos sentábamos al sol en el parquecito de atrás de la casa y conversábamos o nos ocupábamos de las plantas.
Mamá es muy delicada, muy delgadita, y a veces se le doblaba la espalda si trabajaba duro ese día. Le gustaba leerme y trataba de enseñarme idiomas que a mi no me interesaban, tenía una férrea afición por instruirme, pero yo disfrutaba mas jugando a la pelota con los otros niños del barrio.
Cada uno o dos meses nos poníamos nuestras mejores ropas (que no dejaban de ser muy sencillas) e íbamos a visitar a los abuelos que vivían en la capital.
Ese viaje nos llevaba cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta.
La casa de los abuelos es muy grande, tiene dos pisos y muchísimas habitaciones. Solo la puerta de entrada mide casi tres metros de alto, papá tocaba la aldaba y salía un mayordomo que nos hacía pasar hasta el salón principal.
Mi madre me contó que de muy chico yo le tenía temor a la casa del abuelo, asi que ella ideó un plan para sacarme el miedo. Colocó golosinas y juguetes en cada habitación y me hacía entrar de a una, y nos quedábamos un buen rato hasta que me fui acostumbrando al lugar.
Pero todo eso tuvo un resultado a medias, nunca me gustó del todo ir a la casa de mis abuelos, cuando llegábamos él nos atendía sin levantarse de su sillón y al rato llegaba mi abuela que nos hacía pasar a otro cuarto a tomar el té. Hablaban algunas cosas y nos volvíamos.
No recuerdo haber nunca recibido un regalo de mis abuelos, ni un abrazo, solo el saludo de rigor y preguntas que no iban dirigidas a mi - ¿Cómo anda el muchacho en la escuela? ¿Qué dice la maestra de él? – y cosas por el estilo.
Antes lo llamaba abuelo Honorio, pero poco a poco empecé a llamarlo señor, y nadie me lo impidió. Mi abuela Rosa me daba cada tanto ropa y juguetes que mis primos no usaban y mandaban para mí.
Cuando acudían a mi memoria estos recuerdos, casi me daban ganas de llorar de bronca y de dolor, porque conforme fui creciendo y entendiendo, la humillación que sentía se hacía más grande.
No comprendía como mis padres soportaban todo eso. En la casa jamás hablábamos del tema y yo tampoco preguntaba.
Afortunadamente, a partir de que cumplí doce años dejé de ir a esa casa, me quedaba todo el día al cuidado de unos vecinos y mis padres se iban a la ciudad, no pregunté la razón porque antes de que se me ocurriera hacerlo escuché a escondidas una conversación entre ellos. Acordaban que debido a mi natural rebeldía (por la edad), no convenía llevarme, no sea cosa que me peleara con los abuelos o les contestara mal.
No me importó mucho saberlo, porque era verdad, yo ya me sentía molesto con esas visitas, visiblemente molesto.
Aunque debo mencionar algo de lo que no me percaté mucho al principio, cada vez que mis padres volvían de esas visitas, volvían de buen semblante, especialmente mi mamá, e incluso comenzaron a aumentar su frecuencia.
Un día se lo pregunté a mi padre, y él me explicó que los abuelos estaban viejitos y mi mamá quería verlos lo mas posible, incluso he sabido que iba sola en algunas ocasiones, aunque no fuese un viaje muy seguro para una mujer sola.

Mis abuelos tenían un gran patrimonio y tres hijos, entre ellos, mi madre, que se enamoró de un triste vendedor de autos usados y de mala reputación, mi padre.
Mis abuelos se opusieron rotundamente a ese amor desigual, sospechaban que mi padre fuese un cazador de fortunas e hicieron lo posible para que su hija entrara en razón.
En aquellos años las hijas mujeres tenían pocas posibilidades de contradecir a sus padres, pero mi madre fue muy temperamental y un día huyó con mi padre y se casó con él. Fueron a vivir a la casita donde hoy vivimos, que era lo que habían dejado mis abuelos paternos, y se comió el orgullo y las incomodidades y se fue amoldando a su nueva vida.
Pero mis abuelos, lejos de equivocarse, se iban enterando por sus otros hijos que visitaban a su hermana, que ese hombre la hacía sufrir, que a veces la maltrataba y le hacía pasar privaciones.
Al final mi abuelo dio el brazo a torcer y los mandó a llamar, le dio un empleo importante a mi papá en su compañía y una casa muy bonita para que viviesen. Mi mamá estaba embarazada de cinco meses.
La situación no cambió para bien; mi padre, obnubilado por su nueva posición social, comenzó a salir de noche e ignorar a su mujer. Literalmente la despreciaba, la trataba de niña rica y consentida. Mi mamá sufría mucho, y un día tuvo que ser internada de urgencia y perdió a su bebé.
Dicen que mientras estuvo internada mi padre caminaba nerviosamente por los pasillos y repetía como un loro –¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!
Mi abuelo, al tanto de esta situación, le pidió a su hija que volviera a su casa, pero cuando fue dada de alta ella tomó sus cosas y se fue con su marido, lo que produjo un tremendo enojo en mis abuelos.
Y las cosas no cambiaron mucho en ese hogar, no había mas maltratos físicos, pero si insinuaciones hostiles de mi padre.
Tuvieron que volverse a su casita y buscarse un nuevo empleo. Pasaron dos años y mi padre le pidió a mi madre el divorcio, le dijo que estaba enamorado de otra mujer y que no soportaba mas vivir con ella.
Mi mamá se quedó helada, aún sin poder reaccionar a algo que nunca hubiera imaginado (no entiendo todavía porqué no), cuando se oyeron golpes en la puerta; era una mujer en avanzado estado de gravidez, muy descompuesta, a la que mi padre fue prestamente a atender.
La abrazaba y le decía palabras amorosas, pero la mujer se sentía muy mal. La colocaron sobre una cama y mi madre quedó cuidándola mientras mi padre corría a buscar un auto para llevarla al hospital más próximo.
Todo fue muy rápido, apenas llegó a tiempo para dar a luz y fallecer luego, y entre sobradas muestras de dolor, mi padre le confesó a mi mamá que ese niño recién nacido era suyo y de la mujer que amaba desde hacia cuatro años.
Pero apenas se legalizó la situación, mi mamá se llevó al bebé a su casa.
Todo esto llegó también a oídos de mis abuelos. Por única vez en su vida, se apersonó en la casa de su yerno y le ordenó a su hija que lo acompañase.
Mi mamá respiró hondo y se negó, y mi abuelo, que no es de los que piden las cosas dos veces, solo le dijo al marcharse que no vuelva luego arrepentida.
Y asi fue como mi mamá me adoptó.

Esta confesión tardía vino de parte de mi padre entre llantos y pedidos de perdón, en el momento justo cuando yo empezaba a llamar a mis abuelos “viejos de porquería” y cosas por el estilo.
Mi papá, al que yo consideraba un gran hombre, aquel que me enseño a amar a mi madre y a tratarla como a una delicada flor, a respetarla y a obedecerla… ¡había sido un granuja y un sinvergüenza!

Pero al menos me ayudó a entender a mis abuelos. Yo era el recuerdo viviente de todo el dolor que sufrían como padres por una buena hija, el mismo que yo hubiese sufrido si me ocurriera lo mismo.

Junté todos mis ahorros, me puse la mejor ropa y me fui a la ciudad, le compré a mi abuela una caja de dulces y a mi abuelo un bastón muy lindo, ya era bastante grandecito como para presentarme ante ellos y decirles que sabía toda la verdad.
Mis abuelos me escucharon asombrados.
– Está bien, muchacho – me dijo mi abuelo – pero no tenías porque gastar tus ahorros y traernos estos regalos.
- Al contrario, abuelo - le dije - estos regalos se los doy en agradecimiento, por haberme dado la mejor madre que pude haber tenido.
Mi abuela no aguantó y rompió a llorar, y mi abuelo, profundamente conmovido, se levantó por primera vez de su sillón para abrazarme.
A partir de entonces somos tres los que vamos a visitar a los abuelos, y cada tanto almorzamos en su casa con mis tíos y primos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario