martes, 7 de febrero de 2012

Alcira

Hubiera sido un viaje más por trabajo si al poco tiempo de llegar a la planta de energía me entero que estaba con varias complicaciones importantes.
Reacio a vivir en las barracas de los empleados y buscando algo de intimidad y confort, indagué por mi cuenta por una habitación en la única pensión del pueblo, caluroso y polvoriento, uno cualquiera, perdido en Catamarca.
No hubiese podido evadir de ninguna manera mi responsabilidad de ingeniero encargado de la seguridad, asi que traté de tomarlo con el mejor de los humores.
Las señas me llevaron a la puerta de una casa un tanto abandonada, pero bastante limpia, donde luego de dar los golpes de rigor (no había timbre), salió a mi encuentro una señora con un batón azul, ojotas, pelo recogido y la cara con rastros de cansancio, tal vez por el calor.
Trató de ser simpática y me mostró la habitación, y en el transcurso de los días, la rutina se desarrollaba entre un desayuno que se fue modificando a mi pedido y las cenas compartidas algunas veces, bastante tarde, y a dormir.
No veía la hora de marcharme, en cuanto pudiera, de nuevo a Buenos Aires. Extrañaba a mi esposa, que es una dulzura y el amor de mi vida.
Con el pasar de los días comenzamos a tener una cierta confianza con la dueña de la casa. Con tantos viajes, había aprendido que la gente de cada lugar era una enciclopedia abierta, y yo me ilustraba en lo posible acerca de las costumbres autóctonas con las que me podía nutrir y hacer mi estadía mas llevadera e interesante.
Éramos solos tres pensionistas, un anciano de setenta y ocho años que parecía de noventa, cuyos hijos usaban la pensión como una suerte de geriátrico; un joven desenvuelto y apuesto que era el director y maestro de la única escuela rural, que cuando no estaba en la escuela estaba visitando a su novia, y yo, un capitalino de cuarenta y dos años, medio perdido, pero con ganas de sociabilizar.
La señora Alcira tenía posiblemente sesenta años, con el cabello invariablemente recogido y, aunque de modales discretos, sin ninguna cuota de femineidad.
Además era algo parca. O tímida, no podía dilucidarlo con certeza, y a casi todo lo que le preguntara, sus respuestas eran escuetas y se notaba que le costaba mirarme a la cara, no por mala educación, creo que yo de alguna manera la cohibía.
Casi la forzaba a hablarme, y asi fue entrando mas y mas en confianza, yo mismo buscaba un momento a la noche para que mantuviéramos una conversación, con mis preguntas insistentes, algo pesado, que no la dejaba en paz hasta que me contestara.
La señora Alcira se empezó a acostumbrar a mi retórica florida e interesante, y también ella se contagió y me hacía devoluciones en el mismo tenor.
Así me fui enterando de la historia y las costumbres del lugar, y algo de su vida y sus gustos.
Madre de tres hijos que vivían en la capital de la provincia, seguía sola y para adelante con su vida tranquila.
Pero para mi sorpresa, a la señora Alcira le interesaba conocer de mi vida y como era la vida en Buenos Aires, mas que otra cosa. Y en los cuatro meses que viví en su pensión, interrumpida por algunos viajes a mi casa, fui advirtiendo que fue cambiando en forma notoria.
Algunas cosas en su vestuario, la tintura en su pelo y algún que otro adorno en el cuello y las orejas. Empezaba, de a poco, a deshojarse esa crisálida en la que estaba inmersa. Y a medida que se iban descascarando esas costras marrones, unos pétalos de brillantes alas de mariposas comenzaron  a vestir como un áurea su delicada persona.
Un día le dije que, con todo respeto, me permitiera que le diga que estaba muy linda y rejuvenecida, y ella me preguntó cuantos años creía yo que tenía. Difícil respuesta es dar la edad a una mujer, pero muy sinceramente le dije que parecía de cuarenta y cinco.
-Esa es justamente mi edad- me dijo para mi sorpresa. Y agradecí en secreto no haberle dicho los sesenta que me pareció cuando la vi por primera vez.
Todavía recuerdo su cara de sorpresa y emoción cuando luego del que sería mi último viaje antes de partir definitivamente a mi hogar, le traje de regalo un perfume y algunos vestidos que mi mujer generosamente ofreció a que le llevase.
El día en que me fui me despidió con regalos para mi familia y nunca mas volví a saber de ella.
En estos momentos estoy con mi esposa, sentados en un banco en Palermo, mirando el lago. La observo. Ella está distraída mirando el paisaje. Tiene una carita muy serena, una maravillosa sonrisa en la boca y unos ojos que transmiten mucha paz; y me siento satisfecho con solo contemplarla.
Sin lugar a dudas que a lo largo de nuestro matrimonio hemos pasado por muchos estadios, pero este que estamos transitando yo lo adoro, porque aprendí no solo a amarla, sino también a valorarla, y eso me hace mejor marido y persona.
Y me acuerdo de la señora Alcira, también ella me ha enseñado mucho de la delicada condición de la mujer, a la que pequeñas muestras de respeto y atención sacaron para afuera todo su potencial, se volvió sin dudas una mujer mas segura y una hermosa exponente del sexo femenino.