miércoles, 14 de marzo de 2012


Dos veces me matas con dudas e intrigas
dos veces en mi muerte te ríes de mi.
Halcón sanguinario que sacas los ojos
y luego de hacerlo, me dejas morir.

El secreto de que seas hermosa


El secreto que guarda una rosa
es ser rosa en toda circunstancia
derramando su dulce fragancia
como dádivas reparte una diosa.

El secreto de que seas hermosa
no se da por beldad ni elegancia,
es secuencia de la temperancia
que procede de tu alma virtuosa.

Es la firme tendencia al decoro,
la oportuna palabra afectuosa,
dar el bien sin medir discreción.

Don del cielo que no compra el oro,
ni los diplomas ni prosapia fastuosa
joya que resalta sin afectación.

Al niño que no es querido le han robado la infancia.
Es manantial donde emergen aguas que nunca se sacian.
Es un corcel que galopa a donde lo lleven los vientos,
carga una llaga podrida que sangra y supura por dentro.
El niño que no es querido, el niño al que nadie ama
está muy adentro tuyo... es el dolor que no calma.

La risa de mi bebé


Cuando palpitando arrojas
tu risa loca y divina
y tus ojitos se encienden…
todo mi mundo iluminas.

Tú tienes el don virtuoso
de cancelar mi letanía,
de tornar mi ansia en calma
y de alegrarme el día.

Eres mi pan, mi sustento
mi abrigo en la noche fría,
eres mi canto y mi sueño,
mi pasión, mi poesía.


Dime que si

Solo preciso tu amor
aquel que me hará vivir
una alegría en el alma,
se que lo he de conseguir.

Lo necesito obtener
para dejar de sufrir
y en tus labios ardientes
dejar todo mi sentir.

Mi guitarra se apegó
a tu moreno perfil
y las notas de su canto
van volando hacia ti.

Se que tu amor me darás
porque luchare hasta el fin
y tu “si” será mi gloria
se que te haré muy feliz

Aquí está este cantor
que entrega todito a ti
rasgando en esta guitarra
su pasión y frenesí.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El fruto prohibido


Lo veía retorcerse de dolor y sufrimiento, pero nada parecía conmoverla, cerraba los oídos con los tapones de la indiferencia y solo los abría cuando la llamaba para solicitarle un vaso de agua o algo de comer.
-¡Dame la pastilla, maldita! -
Pero Carmen, nada, no se le movía ni una pestaña. Como entró ese virus, solo se tenía que ir, de manera natural, y no que quede en el camino por culpa de un suicidio.
Por desgracia el virus se lo introdujo en el cuerpo a través de un fruto silvestre que comió cuando paseaba frente al lago, y pasadas dos horas empezó a padecer los síntomas. Fue inmediatamente al médico, el que dio parte a la policía y estos acudieron a liquidar con todas las plantas malignas para que nadie se infectara.
Pero nadie sufría más que Carmen, su esposa. La cara de Joselo estaba verde y los ojos malignos, solo abría la boca para insultarla y largar un olor nauseabundo que inundaba todo el dormitorio.
Por miedo a que se escapara, la policía había clausurado las ventanas y puso guardia en todas las salidas de la casa, pues aún no se sabía si ese virus fuese contagioso.
A Carmen no le extrañó que se lo prendiese, pues ya había mostrado evidencias de sus defensas bajas; y aunque ella trataba que tome vitaminas, él se oponía. También le rogó que no vaya solo al lago, que no se separara de ella, ya se comentaba que cerca de allí podría estar esa planta, que no se la conocía muy bien pues esta mutaba cada tanto su forma y sus frutos. 
Pero Joselo no quiso escucharla, le faltó inteligencia para entender los peligros y tampoco se daba cuenta por lo que estaba pasando. Se fue casi corriendo  y comió del fruto prohibido muy contento.
Ahora se sentía mal, no solo físicamente, sino porque lo abrumaban los remordimientos. Veía a Carmen trabajar sin descanso en su propia recuperación y se sentía fatal. En el fondo deseaba terminar con esa tortura donde solo él era el culpable y que afectaba a su esposa y a toda la comunidad. Estaba avergonzado y quería acabar con todo eso quitándose la vida. Después ya no sentiría tanto dolor, que más que físico, era mental.
El médico lo visitaba a diario, y también el psiquiatra y el sacerdote. Carmen salía del cuarto y sentada en la mesa del comedor esperaba que se fueran las visitas, atenta al reloj, y luego entraba para ver a su marido.
Al principio la recibía con más insultos, pero a medida que fueron pasando los días, su lenguaje se dulcificó. Ya últimamente lloraba a mares cada vez que la veía y le pedía perdón. Carmen todavía  no sabía que estaba realmente dolido por todo el daño que había causado.
Las lágrimas lavan el alma, le dijo el sacerdote, y como Joselo no era religioso, a veces venía a visitarlo también un pastor y oraban juntos.
Otros días hacía un retroceso y gritaba que odiaba a Carmen, que ella era la culpable de todo lo que había pasado, que si ella no fuese tan dura y lo hubiese dejado marchar y hacer  que quisiera de su vida no estaría en esa situación. Pero él sabía que se mentía, sabía que solo allí podía encontrar la cura para erradicar el virus que se había agarrado y que afuera hubiera muerto irremediablemente y tal vez contagiado a otros.
Pero Carmen hacía oídos sordos a sus palabras de desprecio, nunca respondía, solo cuando ya estaba más calmado le hacía preguntas como “¿Qué te atraía tanto de ese lago?” o “¿Cómo pensaste que sería tu vida comiendo de ese fruto?”, “Qué te faltaba en esta casa para que vayas a buscar nuevas sensaciones fuera de ella?
-Perdoname, Carmencita, lo único que logré con mi tontería fue entristecerte y que tu cara perdiera toda esa alegría que tanto me gusta de vos.
Ahí Carmen se dio cuenta que Joselo estaba realmente arrepentido.
-No te preocupes, ya todo se va a solucionar, Joselo, yo me voy a quedar a tu lado hasta que te recuperes.
Y Joselo se recuperó, y un día se le permitió que abriera las ventanas y gozó como nunca del aire fresco que entraba por ella, y vio otra vez el sol, y pudo salir a la calle.
Su cara volvió a recuperar su tonicidad y su alegría, ya nunca se volvería a sentir angustiado ni a sentir ese cansancio permanente por vivir, ese que sintió antes de comer del fruto infectado.
Pasó algún tiempo, Carmen y Joselo volvieron al lago,  Carmen se detuvo ante un fruto desconocido
-¡No lo tomes!-le pidió- ese tiene el virus.
-¿Cómo lo sabes?
-Bueno, no estoy seguro, pero me parece que si. Por fuera es un fruto apetitoso, y huele muy bien, pero mejor es que lo hablemos entre los dos, para estar seguros.
-Bueno,¿ Eres feliz, Joselo? ¿Te hago feliz? Sé que me pediste mas tiempo para ver a tus amigos, yo me hacía la tonta, pero no te preocupes, se que vos también tenés derecho a tus espacios.
-Gracias, Carmen, yo también se que me pediste que no sea tan desordenado ni tan demandante con la comida, que hay algunos días en que no tenés ganas de cocinar, ese día cocinaré yo o saldremos a comer afuera.
Y asi transcurrió la charla, hablando de sus cosas, hasta que se olvidaron de las ganas de probar del fruto prohibido.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Lamento errante


Se va por las vetustas callejuelas
el lamento errante de mi amor perdido
que deambula penitente y sufrido
gastando su cansancio y sus suelas

Se apagan una a una las candelas
y en la vasta oscuridad  queda sumido,
también se va extinguiendo sus latidos.
Se cierran ante mí las portezuelas.

Me abrevio el responso y sepultura
y despido a los deudos con un beso
en la rutina de este tema soy  versado

y aunque blinde el corazón con armadura
indignamente a su  capricho  soy poseso
reviviendo entre las sombras al pasado.

martes, 21 de febrero de 2012

Nostalgias mentirosas

Duermo entre nostalgias mentirosas donde el tiempo las maquilla a su antojo y a mi placer, pues nada  puede ser tan frustrante como aferrarse a un recuerdo inútil que no vale nada. Algo bueno tiene que quedar, algo de valor tiene que haber tenido.
Por ese malestar supuran aguas de mis heridas, aguas dulces de manantial, y mis ojos se tornan soñadores cuando pienso en ella.
Como todas las cosas que aparecen, apareció de repente una noche,  donde las horas vacías exacerbaban mi soledad; y al momento me sentí a merced de su boca fascinadora.
Y pasó lo que tenía que pasar. Mis oídos escucharon lo que querían oír  y mis ojos vieron el futuro que se desea paladear.
Las manos se quedaron quietas, pero expectantes por arrancar con el primer zarpazo poseedor, sintiendo el calor anticipado de su cuerpo leve.
En mi mente puse palabras que nunca hubo pronunciado dando por hecho lo que nunca se sugirió.
Y mientras mi necesidad elevaba mi demanda al infinito, su oferta cotizaba a valores siderales.
Finalmente no pude pagar el precio, y me marché. 
Sin embargo, nada me priva de adorar las sensaciones únicas que sentí a su lado.
No eran compartidas, pero no importa. Mi estupidez se regodea en  recordarla y mi orgullo herido se toma revancha birlando lo que emanaba de ella para que ahora lo disfrute.

jueves, 9 de febrero de 2012

Julio

Me llamo Julio Quiróz. Nací el 31 de julio de 1950, en los suburbios de una capital. Mi padre es obrero en una fábrica automotriz, y mi madre una dedicada ama de casa.
La etapa mas linda fue mi niñez viviendo en aquella casita modesta de dos habitaciones, un pequeño comedor que se comunica con la cocina y un pequeño jardín en su frente. Igualmente, mi patio de juegos era la calle de tierra que se separa de las veredas por zanjas y se accede por pequeñas tablas que ponen los vecinos frente a la puerta de sus casas.
Mi papá llegaba a eso de las seis de la tarde, y en una hora mas tenía que estar adentro para cenar y luego acostarme a dormir, y asi invariablemente, porque al otro día mi padre se levantaba muy temprano para ir a trabajar.
Cuando volvía de la escuela, mi mamá me esperaba con el almuerzo listo, y a la siesta nos sentábamos al sol en el parquecito de atrás de la casa y conversábamos o nos ocupábamos de las plantas.
Mamá es muy delicada, muy delgadita, y a veces se le doblaba la espalda si trabajaba duro ese día. Le gustaba leerme y trataba de enseñarme idiomas que a mi no me interesaban, tenía una férrea afición por instruirme, pero yo disfrutaba mas jugando a la pelota con los otros niños del barrio.
Cada uno o dos meses nos poníamos nuestras mejores ropas (que no dejaban de ser muy sencillas) e íbamos a visitar a los abuelos que vivían en la capital.
Ese viaje nos llevaba cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta.
La casa de los abuelos es muy grande, tiene dos pisos y muchísimas habitaciones. Solo la puerta de entrada mide casi tres metros de alto, papá tocaba la aldaba y salía un mayordomo que nos hacía pasar hasta el salón principal.
Mi madre me contó que de muy chico yo le tenía temor a la casa del abuelo, asi que ella ideó un plan para sacarme el miedo. Colocó golosinas y juguetes en cada habitación y me hacía entrar de a una, y nos quedábamos un buen rato hasta que me fui acostumbrando al lugar.
Pero todo eso tuvo un resultado a medias, nunca me gustó del todo ir a la casa de mis abuelos, cuando llegábamos él nos atendía sin levantarse de su sillón y al rato llegaba mi abuela que nos hacía pasar a otro cuarto a tomar el té. Hablaban algunas cosas y nos volvíamos.
No recuerdo haber nunca recibido un regalo de mis abuelos, ni un abrazo, solo el saludo de rigor y preguntas que no iban dirigidas a mi - ¿Cómo anda el muchacho en la escuela? ¿Qué dice la maestra de él? – y cosas por el estilo.
Antes lo llamaba abuelo Honorio, pero poco a poco empecé a llamarlo señor, y nadie me lo impidió. Mi abuela Rosa me daba cada tanto ropa y juguetes que mis primos no usaban y mandaban para mí.
Cuando acudían a mi memoria estos recuerdos, casi me daban ganas de llorar de bronca y de dolor, porque conforme fui creciendo y entendiendo, la humillación que sentía se hacía más grande.
No comprendía como mis padres soportaban todo eso. En la casa jamás hablábamos del tema y yo tampoco preguntaba.
Afortunadamente, a partir de que cumplí doce años dejé de ir a esa casa, me quedaba todo el día al cuidado de unos vecinos y mis padres se iban a la ciudad, no pregunté la razón porque antes de que se me ocurriera hacerlo escuché a escondidas una conversación entre ellos. Acordaban que debido a mi natural rebeldía (por la edad), no convenía llevarme, no sea cosa que me peleara con los abuelos o les contestara mal.
No me importó mucho saberlo, porque era verdad, yo ya me sentía molesto con esas visitas, visiblemente molesto.
Aunque debo mencionar algo de lo que no me percaté mucho al principio, cada vez que mis padres volvían de esas visitas, volvían de buen semblante, especialmente mi mamá, e incluso comenzaron a aumentar su frecuencia.
Un día se lo pregunté a mi padre, y él me explicó que los abuelos estaban viejitos y mi mamá quería verlos lo mas posible, incluso he sabido que iba sola en algunas ocasiones, aunque no fuese un viaje muy seguro para una mujer sola.

Mis abuelos tenían un gran patrimonio y tres hijos, entre ellos, mi madre, que se enamoró de un triste vendedor de autos usados y de mala reputación, mi padre.
Mis abuelos se opusieron rotundamente a ese amor desigual, sospechaban que mi padre fuese un cazador de fortunas e hicieron lo posible para que su hija entrara en razón.
En aquellos años las hijas mujeres tenían pocas posibilidades de contradecir a sus padres, pero mi madre fue muy temperamental y un día huyó con mi padre y se casó con él. Fueron a vivir a la casita donde hoy vivimos, que era lo que habían dejado mis abuelos paternos, y se comió el orgullo y las incomodidades y se fue amoldando a su nueva vida.
Pero mis abuelos, lejos de equivocarse, se iban enterando por sus otros hijos que visitaban a su hermana, que ese hombre la hacía sufrir, que a veces la maltrataba y le hacía pasar privaciones.
Al final mi abuelo dio el brazo a torcer y los mandó a llamar, le dio un empleo importante a mi papá en su compañía y una casa muy bonita para que viviesen. Mi mamá estaba embarazada de cinco meses.
La situación no cambió para bien; mi padre, obnubilado por su nueva posición social, comenzó a salir de noche e ignorar a su mujer. Literalmente la despreciaba, la trataba de niña rica y consentida. Mi mamá sufría mucho, y un día tuvo que ser internada de urgencia y perdió a su bebé.
Dicen que mientras estuvo internada mi padre caminaba nerviosamente por los pasillos y repetía como un loro –¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!
Mi abuelo, al tanto de esta situación, le pidió a su hija que volviera a su casa, pero cuando fue dada de alta ella tomó sus cosas y se fue con su marido, lo que produjo un tremendo enojo en mis abuelos.
Y las cosas no cambiaron mucho en ese hogar, no había mas maltratos físicos, pero si insinuaciones hostiles de mi padre.
Tuvieron que volverse a su casita y buscarse un nuevo empleo. Pasaron dos años y mi padre le pidió a mi madre el divorcio, le dijo que estaba enamorado de otra mujer y que no soportaba mas vivir con ella.
Mi mamá se quedó helada, aún sin poder reaccionar a algo que nunca hubiera imaginado (no entiendo todavía porqué no), cuando se oyeron golpes en la puerta; era una mujer en avanzado estado de gravidez, muy descompuesta, a la que mi padre fue prestamente a atender.
La abrazaba y le decía palabras amorosas, pero la mujer se sentía muy mal. La colocaron sobre una cama y mi madre quedó cuidándola mientras mi padre corría a buscar un auto para llevarla al hospital más próximo.
Todo fue muy rápido, apenas llegó a tiempo para dar a luz y fallecer luego, y entre sobradas muestras de dolor, mi padre le confesó a mi mamá que ese niño recién nacido era suyo y de la mujer que amaba desde hacia cuatro años.
Pero apenas se legalizó la situación, mi mamá se llevó al bebé a su casa.
Todo esto llegó también a oídos de mis abuelos. Por única vez en su vida, se apersonó en la casa de su yerno y le ordenó a su hija que lo acompañase.
Mi mamá respiró hondo y se negó, y mi abuelo, que no es de los que piden las cosas dos veces, solo le dijo al marcharse que no vuelva luego arrepentida.
Y asi fue como mi mamá me adoptó.

Esta confesión tardía vino de parte de mi padre entre llantos y pedidos de perdón, en el momento justo cuando yo empezaba a llamar a mis abuelos “viejos de porquería” y cosas por el estilo.
Mi papá, al que yo consideraba un gran hombre, aquel que me enseño a amar a mi madre y a tratarla como a una delicada flor, a respetarla y a obedecerla… ¡había sido un granuja y un sinvergüenza!

Pero al menos me ayudó a entender a mis abuelos. Yo era el recuerdo viviente de todo el dolor que sufrían como padres por una buena hija, el mismo que yo hubiese sufrido si me ocurriera lo mismo.

Junté todos mis ahorros, me puse la mejor ropa y me fui a la ciudad, le compré a mi abuela una caja de dulces y a mi abuelo un bastón muy lindo, ya era bastante grandecito como para presentarme ante ellos y decirles que sabía toda la verdad.
Mis abuelos me escucharon asombrados.
– Está bien, muchacho – me dijo mi abuelo – pero no tenías porque gastar tus ahorros y traernos estos regalos.
- Al contrario, abuelo - le dije - estos regalos se los doy en agradecimiento, por haberme dado la mejor madre que pude haber tenido.
Mi abuela no aguantó y rompió a llorar, y mi abuelo, profundamente conmovido, se levantó por primera vez de su sillón para abrazarme.
A partir de entonces somos tres los que vamos a visitar a los abuelos, y cada tanto almorzamos en su casa con mis tíos y primos.




miércoles, 8 de febrero de 2012

El tiempo se va de lado

El tiempo se va de lado cuando su alegría llega
y lloran exasperados todos los que aún esperan.
El amor, que es alma de niño, quiere lo que se niega,
aún no se ha ejercitado en contenerse, y desespera.

De noche, cuando descanso, muy delicada se acerca
y borda, beso con beso, en mi cara una carretera
que bajará por mi cuello, pecho, vientre y piernas
haciendo bullir mi sangre por donde sus labios besa.

Y se congela la noche y el tiempo quieto se queda,
mañana será otro día, ahora estoy de fiesta,
ensayo amatorias danzas asido a mi compañera
con música de mis besos, y los gemidos de esta.

El tiempo colapsa justo… cuando su alegría llega.