Entre dos
casas modestas del sencillo barrio había un terreno baldío. El dueño había dado
permiso a los vecinos para que lo cuidasen, y asi los niños podríamos jugar sin los peligros propios de la calle.
Con el
tiempo creció un limonero que alguien plantó, aparecieron unas hamacas
improvisadas con neumáticos viejos y un arco de fútbol.
Mis padres
no quisieron colaborar con la construcción de una casita de muñecas, pero con
mis vecinitas la fuimos fabricando con lo que encontrábamos a mano y lo que
sustraíamos de nuestras casas y nadie extrañaba.
Todos los
juegos fueron inventados en ese baldío
(no me gusta llamarlo baldío porque yo nunca lo vi así, para mi era nuestro
jardín a la calle).
Nuestras
mascotas también eran enterradas en ese lugar, previo responso y algunas lágrimas sentidas. A veces hacíamos un picnic bajo la rigurosa supervisión de las miradas de las mamás y otras veces
solo era nuestro lugar de charlas y encuentros.
Un día salí
de casa a la hora acostumbrada para reunirme con mis vecinitos y encontramos
que el predio estaba cercado por unas maderas.
Tiempo
después vinieron unos obreros y comenzaron a hacer un pozo. El baldío había
sido vendido a un ingeniero y estaban levantando una casa.
El
desconsuelo fue enorme. Los niños ya no tendríamos nuestro lugar de juegos,
tampoco nos devolvieron las hamacas, la casita ni el arco. Y creo que al
limonero también lo tiraron cuando vino la máquina excavadora.
En el
barrio modesto hubo ahora una casa de diseño moderno con dos
ventanales amplios que daban a la calle.
El
matrimonio que la habitó tenia dos hijos que jamás hicieron amistad con
nosotros, y el ingeniero parecía una persona muy ocupada, porque las únicas veces en que se lo
veía era cuando entraba o sacaba el auto del garaje.
Fue lo
único que pudimos saber de ellos, porque los dos ventanales que daban a la
calle, como ojos cerrados por el dolor, siempre estuvieron
clausurados.