lunes, 8 de agosto de 2011

Marido usado se alquila


Los minutos pasaban lentos y había tanto silencio en la noche que la ahogaba. Como un tigre enjaulado daba vueltas por el pequeño departamento de un ambiente lleno de muebles viejos y cajas amontonadas.
Estaba hecha una furia, otra vez había descubierto que su marido la engañaba, y lo esperaba para enfrentarlo. Esa basura que no valía dos centavos, un fracasado que la había hecho pasar una vida de privaciones, humillantes mudanzas y descrédito social.
Cuando lo conoció se había dejado impresionar por el título de ingeniero civil que él ostentaba. En esos momentos parecía que se llevaba el mundo por delante, con su coche importado y sus trajes caros, le prometió una vida más que decorosa, y se sintió la reina de un palacio que nunca había tenido, pero que ambicionaba. También estaba el detalle de que Enrique era casado, pero tenía la promesa que dejaría a su mujer por ella, y ella, una oscura empleada, no pudo resistirse a esa proposición.
Pero hubo muchos años de carencias después, malos negocios y la falta de capacidad profesional de Enrique, llevó a la familia a mudarse de la capital a otra ciudad mas pequeña, pusieron un negocio de ropas, pero tampoco les fue muy bien, y mientras ella se quedaba atendiendo el comercio, Enrique tomaba un bolso y salía a vender por la calle.
Luego le llegó la oportunidad tan deseada, le ofrecieron a Enrique una obra en un pueblo, y se volvieron a mudar, esta vez con hijos a cuesta, pero esa obra nunca llegó a realizarse y sobrevivieron con pequeños trabajos de construcción y otras changas.
Gladis, como buena esposa, lo acompañó en todo, cuando había y cuando no había, amarrocando cada peso que juntaban y poniéndolo, trasformados en dólares, en una cuenta en común, porque después de todo, eran los ahorros para la vejez.
No era ni por asomo la vida que ella hubiera soñado, pero no era bella ni muy inteligente, al menos tenía un marido que era ingeniero, y eso tenía su valor.
Y así, acumulando rencores y desencantos, llegaron a sus bodas de plata, con reproches continuos, con peleas, con insultos y faltas al respeto, pero seguían juntos. Gladis en la cuidad, a tres horas de viaje del pueblo de donde no había querido irse Enrique. Separados pero juntos, viéndose los fines de semana, para mirarse las caras y recordarse mutuamente que no se querían.
Pero después de veinticinco años Gladis no cedería los derechos adquiridos, porque además de ser la madre de sus hijos, fue también su socia y compañera, y antes muerto que ver que la dejara como alguna vez abandonó a su primera mujer. Porque ya no era joven, no tenía estudios ni experiencia laboral, y porque ya era tarde, porque no quería empezar de nuevo… y porque no era linda… ni inteligente,  y le haría pagar una a una, en vida, todas sus frustraciones.


Enrique estaba perdido en sus pensamientos en la mesa de un bar. Hacía mucho frío afuera. Solo, como loco malo, con los ojos volados quien sabe donde, haciendo tiempo y sin ganas de volver a su reducido apartamento alquilado donde lo esperaba Gladis. Ojalá que cuando llegue estuviera dormida, entonces cerraría los ojos y se echaría a descansar.
Cada vez le resultaba mas insoportable la convivencia, estaba seguro de no amarla, y esa separación salvadora que habían pautado un año atrás se vio interrumpida porque había sido descubierto en un engaño. Desde ese día Gladis no dejó de llamarlo a cada rato, a la casa y al celular, hasta que prefirió vigilarlo mas de cerca resignando la comodidad de su departamento de la ciudad para irse a vivir con él. Desde ese día ella atendería todas las llamadas y se haría ver por los vecinos que no ignoraban las trapisondas de su marido, pero como perro que marca su territorio, ella tomaría otra vez el control de la situación.
Pero ¿hasta cuando y como se puede soportar? Solamente por el gran amor al dinero que Enrique tenía y que se encontraba ahora en manos de su mujer. Ambos incluso habían hecho inversiones y poseían un modesto capital del que no quería desprenderse. Ese ahorro a él le había costado muchas caminatas con un bolso a cuesta vendiendo chucherías y ropa interior. Hace rato que había cambiado su auto importado por un a vieja bicicleta, y era tanto el resentimiento que sentía por esta situación, que se volvió una persona ventajera y egoísta. En muchos años no había hecho amigos, ni tampoco despertaba simpatías. Todo para él era un toma y daca, su tacañería era notoria y era capaz de llevar una vida miserable antes que gastar un solo peso.
Pero sus sesenta años encima le pesaban mucho, ya no le quedaban muchas fuerzas ni tampoco dignidad. Ya se había acostumbrado a la vida que llevaba, que mentirosa o no, era mejor que no tener nada.

Él tampoco era un hombre aventajado en apariencia, y lo sabía. Y tenía la convicción de que esa carencia solo se suplía con mentiras y relatos de glorias pasadas. Don Juan de fácil levante cuando alguna vez tuvo dinero, ahora recurría al engaño con el que impúdicamente cumplía de maravillas.
Traicionó a su mujer desde el principio, todas aventuras breves o lo que le durara, hasta que un día se cruzó con alguien que realmente le interesó, y allí no supo que hacer, mas que seguir mintiendo.
Cuando Gladis se enteró se armó la hecatombe, peleas, gritos, insultos. Él le confesó que se había enamorado, y fue para peor.
Con los pocos vestigios de dignidad que le quedaban, quiso terminar su matrimonio, pero luego lo pensó, era mucho lo que perdería materialmente.
Mejor seguir diciéndole a Gladis que la seguía amando y  que no volvería a suceder, aceptando las cosas que ella le quitaba, y las que le imponía. No era caro, ese era su precio de alquiler.
Tal vez, pasado el tiempo, ella bajaría la guardia y él podría volver a engañarla, pero con mas cautela.
Y resignar el amor, como aquel que sintió en la intimidad más perfecta que alguna vez había soñado.


¿Cuánto tiempo hace que Clara se está maquillando y probando los vestidos? Daniel pronto vendría a buscarla. Estaba más que feliz, con esa felicidad que solo brota de un corazón enamorado.
Del fondo de un cajón, mientras buscaba unas medias, encontró un frasco de aceite de rosas. Lo tomó con extrañeza con las dos manos, y mirando el frasco, se sentó sobre la cama. Era un regalo de Enrique. Nunca le había regalado nada, más que un par de medias baratas que él vendía, y ese regalo la había sorprendido.
No pudo dejar de recordar con agradecimiento los momentos en que había sido feliz con él, porque los momentos felices no eran muy comunes hasta ese entonces en su vida.
Enrique era tan amoroso cuando era amoroso. Insistió muchísimo para conquistarla, se mostraba amable, la ayudaba en todo, la llamaba a todas horas del día. Hasta imponía su presencia cuando había amigos de ella en la casa, porque quería que todos sepan que él, y solo él, estaba con ella.
Por Clara lloro varias veces, llegó a sentir tanto amor que no le cabía en el pecho, y se lo decía a cada rato, para que le crea.
Pero cuando al fin toda su batería de recursos le dio resultado, Enrique mostró su verdadera personalidad. Intentaba manipularla para que se resintiera en su autoestima, no porque así lo deseara, sino porque era la única forma en que él había aprendido que una mujer podía estar a su lado.
Y la doble vida que llevaba, hacia también estragos en él.
Estaba siempre nervioso, ya casi le era imposible disimular, y quería hacerlo todo lo mas que pudiera, hasta que Clara se enamorara perdidamente de él, porque todavía ese momento no había llegado y él lo sabía, pero cuando llegase, ahí si la manejaría a su antojo.
Con suerte la convertiría en su amante, y no perdiendo nada, ni esposa ni a su querida, las cosas seguirían estando en su lugar.
¡Qué cínica se puede volver un alma egoísta! ¡Cuán poco le interesa el daño que puede causar en los demás!
Algunos recuerdos pasaron por la mente de Clara cargados de compasión. Ella sabía muy bien lo que Enruque había sentido por ella. Esas cosas que son imposibles de disimular. Y al final de un profundo suspiro se le escapan de los labios un “-¡De lo que me salvé!-”.
Pero ya siente el sonar del timbre de la casa. Daniel está en la puerta. Que loco le resulta ahora que no atendiera sus llamados porque él vivía tan lejos de allí, y sin embargo, él le decía que se enamoró de ella apenas la vio y que su sueño era ir a buscarla, que nunca se había olvidado de aquel beso que se habían dado y que lo llevaba marcado a fuego.
Y actuó como cuando un hombre ama a una mujer.
No quería creerle porque fue solo una vez, y porque vivía lejos, y por no sufrir un desengaño.- ¡Qué ironía!-, pensó mientras se subía al auto importado de Daniel.

Finalmente, Enrique llegó a su casa, cerró sus oídos a los reproches e insultos consabidos, bajó la cabeza… y se metió en la cama.
Mañana sería otro día, y pasado otro, pero él tendría el dinero que ahorro con tanto sacrificio para su vejez.

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