lunes, 15 de agosto de 2011

Secreto a voces

Todos los días de invierno, cuando el sol apuntaba con más fuerza sobre el jardín que daba a la calle, Margarita salía a barrer las hojas, sacar los yuyito y regar sus plantas.
Era linda Margarita, o por lo menos nadie podría decir que era una mujer fea. Con sesenta años encima, parecía de cincuenta y dos, y era tan simpática que agradaba más aún.
Su secreto era el de no hacerse problemas por nada. No leía diarios, no miraba noticieros, no hacia caso a chismes y desoía si alguno le venía con algún rumor en su contra.
Confiada por naturaleza, todos para ella eran buenas personas, ni esperaba que le ocurriera alguna desgracia, y si así fuese, hasta el momento lo había aceptado como algo mas que tuvo que vivir.
No había sido fácil su vida (evitaré aburrirlos con relatos de desgracias y tragedias personales) hasta que un día se despertó y sintió que todo lo que vivía era nuevo, que todo  lo veía por primera vez, como cuando a un moribundo se le da la oportunidad de seguir existiendo.
¿Miedo o egoísmo? ¿Facilismo o practicidad? Aunque se lo planteó alguna vez, nunca lo tuvo en claro, y, arraigada a su nueva ley de vida, tampoco le  importaba.
Dueña de dos perros barulleros a quienes todo el barrio toleraba, cumplía con ellos sacándolos de vez en cuando al parque cercano para que retozaran un poco.
Y ahí comenzaba todo. No había conocido que no se le acercara con algún problema y se lo contara.
Margarita tenía la virtud de  dar ánimo a la gente, y como además era buena escucha casi no había secreto que no conociera, por el propio interesado o por terceros que le informaban.
Jamás repetía lo que había escuchado, y eso se había podido comprobar en varias ocasiones, así que el nombre y circunstancia del interesado estaban a salvo con ella.
Pero Margarita era frágil de salud, empezó a no salir por temor a tomar frío, luego porque le molestaba el ruido, después porque la ahogaban los espacios abiertos.
Y así pasaron dos años en que Margarita cumplía con su voluntaria reclusión.
Ávida lectora de novelas de toda la vida, y con el último de sus hijos independizado, Margarita disponía de demasiado tiempo libre.
Un hermano de ella le había traído una computadora con la que poco a poco se fue familiarizando. Así aprendió a usar el mail, abrir páginas, llenarse de contactos virtuales a través del chat.
¡Ah! ¡Eso si que fue la gloria para Margarita!. Podía hablar con gente de todas partes del mundo sin salir de su casa, y siempre había alguien dispuesto a conversar con ella.                                                                                     
Con el mismo talento con que hacía hablar a sus vecinos y la confianza que despertaba, abría los corazones y movía simpatías y hasta afecto a través de la pantalla. Sus años de lectora le había dado un pulido y ameno modo de conducirse en las conversaciones, alegre y gracioso cuando podía, y solemne y comprensivo cuando lo ameritaba.
Muchas historias pasaron por ese Chat, y ella empezó a sentir la necesidad de relatarlas.
De a poco empezó a escribirlas una a una, y las relacionó entre si hasta que se hicieron muchas páginas divididas en capítulos. Parece que sin querer, había escrito un libro.
Lo releyó y corrigió varias veces, y un día se lo envió a uno y otro de sus contactos que pacientemente se comprometieron en leerlo.
Los comentarios fueron más que satisfactorios, historias ficticias de un barrio ficticio, donde a sus habitantes ficticios les acontecía lo que a todo el mundo, cosas buenas y malas, pero contado con sencillez y gran talento por la novel escritora.
Un día Margarita, animada por tanta buena crítica, fue al registro a patentar su obra. Bueno, para que contar todo lo que hubo que movilizar para ello, hasta que un sobrino le hizo de acompañante y apoyo moral.
Y otro día la presentó a una editorial. Ahí si los editores tuvieron que molestarse en ir hasta la casa de Margarita. Cerraron el contrato y en pocos meses se dio el libro a publicidad lanzándolo al mercado con singular éxito.
Sus vecinos, enterados de la noticia por los diarios, fueron los primeros en felicitarla, y los primeros en comprar ejemplares de la novela.
Ahora cuando Margarita sale al jardín, esta sola. Ya no le devuelven ni los saludos ni las sonrisas. Ni hay vecinos que se acerquen a preguntarle si necesita algo, claro, a nadie le gusta que todo el barrio esté al tanto de sus intimidades, pero ¿cómo hacerles entender a sus vecinos que las cosas que escribió son cosas que les pasa a todo el mundo?.


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